Entre nosotros el acto de regalar siempre ha sido motivo de satisfacción, y también de peculiaridades. Nos encanta obsequiar, somos regalones por excelencia, y, en la misma medida, nos gusta recibir detalles. Forma parte de nuestra idiosincrasia el intercambio de objetos con cualquier excusa: despedidas, recibimientos, cumpleaños, citas para comer, merendar o chismear, reuniones de trabajo, discusiones de tesis, inicios y fines de cursos, análisis de proyectos y de balances, celebraciones de eventos de cualquier naturaleza. Absolutamente todo lleva implícito un regalo que suele ser material (tema de hoy) o meramente cultural, en cuyo caso se trata casi siempre de un cantante, un humorista, un declamador. La figura artística (y si está de moda, mejor) acude y despliega su magia, sabiendo que su presencia constituye el regalo en sí.
La semana pasada leí en un sitio de la red de redes algo que, a pesar de sospecharlo por la vía de la experiencia, no dejó de sorprenderme: los periodistas ejercemos una de las cuatro profesiones más estresantes del mundo. El citado portal precisa que en materia de tensiones solamente nos aventajan los militares, los bomberos y los pilotos.
Desde Aristóteles hasta Hegel, todos los filósofos que elaboraron sistemas de pensamiento integrales trabajaron en un ambiente propicio a la reflexión y el ejercicio del magisterio. El pensamiento revolucionario se ha ido haciendo impregnado por el fragor del combate.
Lina tenía entonces más de ocho meses de embarazo y su caída desde aquel corcel arisco no fue, seguramente, un signo de desgracia. Tal accidente era acaso una señal de la suerte y la resistencia del niño que estaba por llegar.
Fidel Castro Ruz cumple hoy 95 años en los onomásticos de la inmortalidad, alertando sobre los complejos desafíos de la Revolución Cubana no solo con su numantina obra, sino también con sus sabias previsiones y esos insólitos viajes de ida y vuelta al futuro que siempre sorprenden. Y no es fortuito que hable de él en presente, y diga lo que no acostumbraba expresar en su existencia física, por visceral rechazo a la lisonja y la adulonería.
Diez años atrás, en las montañas de Mayarí (Holguín), conocí a Jorgelis, que entonces tenía seis años. Llegué a la escuelita multigrado José Martí junto a los técnicos que hacían el mismo recorrido cada cierto tiempo para brindar mantenimiento al televisor, la computadora y hasta los paneles fotovoltaicos que permitían que los niños de aquella zona aprendieran los contenidos de la misma forma (y con los mismos medios) que los de la ciudad.
La voz del mundo sigue retumbando a favor de la Revolución en el verbo prestigioso de gobiernos, políticos, organizaciones, intelectuales y gente simple que expresa un mensaje caudaloso y potente como el mismísimo Amazonas, mientras el águila imperial sigue sin escuchar y afila todavía más sus garras para seguir apretando el lazo corredizo sobre el cuello del digno y verde caimán.
Es difícil comprender cabalmente la novela Los hermanos Karamázov sin tener en cuenta el debate europeo (y ruso en particular) sobre la crisis espiritual y moral de la segunda mitad del siglo XIX. El choque entre los valores tradicionales, religiosos, espirituales, de la Rusia semifeudal, y aquellos asociados al empuje mercantil capitalista, pragmático, competitivo, se veía con horror por intelectuales como Dostoievski.
Sobre el efecto positivo de la cultura del detalle en todos los ámbitos de nuestra sociedad se ha escrito y hablado por rastras, para incentivar la pasión en función de lograr que todo salga lo mejor posible.
Cuando asumía sus funciones paternas, era autoritario. Me sometía a una disciplina férrea y, en ocasiones, me imponía tareas que me parecían absurdas. Desencadenaba así un sentimiento de rebeldía que se manifestaba a veces en ásperos conflictos. Y me incitaba a construir un mundo propio, con fuertes ligámenes grupales y marcado acento generacional, caracterizado por códigos de conducta y de lenguaje. Reconozco ahora —demasiado tarde— que, a pesar de todo, mi padre me preparó para afrontar los desafíos de la vida y me dejó la siembra fecunda de valores éticos fundamentales.