Fidel Castro Ruz cumple hoy 95 años en los onomásticos de la inmortalidad, alertando sobre los complejos desafíos de la Revolución Cubana no solo con su numantina obra, sino también con sus sabias previsiones y esos insólitos viajes de ida y vuelta al futuro que siempre sorprenden. Y no es fortuito que hable de él en presente, y diga lo que no acostumbraba expresar en su existencia física, por visceral rechazo a la lisonja y la adulonería.
Fidel es Fidel, ha dicho Raúl Castro Ruz, y no por alabancioso juego de palabras. Alude a la singularidad del Comandante en Jefe como político y revolucionario, al peso de su huella muy personal en los caminos abruptos de la Historia, siempre en zafarrancho de combate y en la primera línea. Abriéndole el pecho al peligro, sin más chaleco protector que el coraje y la fe en sus ideas.
Quienes no le perdonan su radicalidad, al menos deben reconocer que es un líder como pocos, con un pueblo atrás; no un cazador eventual de oportunidades en las urnas. Ganó los votos en el corazón del pueblo desde el Moncada y la Sierra Maestra; luego del triunfo repartiendo la tierra, el saber, y la sanación con los preteridos y olvidados. Alzándoles la autoestima y la dignidad. Recuperando el patrimonio de la nación de aquella ruleta de casino al mejor postor. Y afianzó aún más los votos en Girón y la Crisis de Octubre, en momentos tan difíciles como aquel 5 de agosto, o enfrentando y atendiendo las desgracias y privaciones cotidianas de nuestra gente.
Fidel cargó un país sobre sus hombros y aún lo sostiene. Confía en el ser humano, más de una vez vulneraron —y vulneran— su confianza. Ni traiciones amilanan su fe. Ha soñado mucho, y ha apuntalado sus sueños. Humano al fin, ha cometido errores de empecinamientos y voluntarismos, de confundir sus adelantadas visiones con la realidad. Ha tropezado, se ha caído y ha vuelto a levantarse de tantos golpes, pero nunca ha rehuido su responsabilidad en ellos.
La Revolución Cubana, con sus avances y errores, no podrá entenderse sin las condicionantes del acoso imperial y la mentalidad de cerco que este promovió hacia lo interno. Así tampoco podrá la Historia, con su veredicto, juzgar la obra y el pensamiento del líder cubano sin tener en cuenta el encabritado y ascendente antagonismo que el imperio desató sobre el guía del primer pueblo de su traspatio que se atrevió a enfrentarlo definitivamente. Más de 600 intentos de asesinato, un récord de persecución. Quizás todo fuera diferente, no sé si mejor o peor, de no haber tanta saña posesiva de Estados Unidos desde mucho antes, con la zozobra por la fruta madura y 1898.
Fidel trascendió a Cuba para convertirse en un líder representativo de los pueblos sufridos del Sur, un dedo acusador de la soberbia y la usura de los grandes centros de poder imperial. Su consecuente política de solidaridad e internacionalismo fue una espina bien clavada en las ansias neocoloniales. Fue firme, no bajó la cabeza. Aunque, político experimentado y sabio, siempre estuvo dispuesto a negociar, sin concesiones. Y eso ha tenido un largo costo.
No puede negarse que, del socialismo real en la Europa del Este, Cuba asimiló más de un diseño dogmático, del cual todavía estamos tratando de desembarazarnos. Pero lo singular es que se llegó a este socialismo tropical por derecho propio: No con los invasivos tanques soviéticos de la Praga de 1968, sino con las heridas propias de enfrentar la dominación imperial y el exacerbamiento del acoso. Y cuando aquí comenzaba a desplegarse un auténtico programa de rectificación, se derrumbaron aquellas nevadas experiencias. Antes, Fidel ya presagiaba que si caían, Cuba no podía derrumbarse como el castillo de naipes. Así fue.
Junto a la certeza de que es posible un socialismo mejor y más pleno del que hemos construido apenas sin sosiego, la herencia de Fidel más urgida es el alerta de reversibilidad que estremece a los estudiantes en el Aula Magna de la Universidad de La Habana en 2005, cuando les alerta de que el país y esta Revolución pueden autodestruirse por sí mismos, y sería culpa nuestra.
Mucho oído a ese alerta, ahora que Cuba vive sus días más complejos en medio de una pandemia feroz, la exacerbación hasta límites nunca vistos de la persecución imperial, y la guerra no convencional mediante la instigación mediática e implosiva, que trata de aprovechar el descontento por las propias calamidades económicas y el saldo de errores internos.
¿Cuál sería la solución? ¿Entregar el país y con él lo justo o digno que se ha cimentado? ¿Volver atrás en la Historia? O de lo contrario, avistar las causas profundas de nuestros problemas endógenos, esos que no tienen que ver con razones externas, y actuar con urgencia y radicalidad. Salvar lo salvable y erradicar lo inoperante. Cambiar lo que tenga que ser cambiado para suerte de un socialismo superior, más participativo y democrático, que tenga canales para escuchar la inconformidad, debatir y consensuar, y comprometer en medio de la diversidad, con paz y amor.
Opto por la segunda variante, y felicito a Fidel en lo que será para siempre su «cumplesiglos».