La semana pasada leí en un sitio de la red de redes algo que, a pesar de sospecharlo por la vía de la experiencia, no dejó de sorprenderme: los periodistas ejercemos una de las cuatro profesiones más estresantes del mundo. El citado portal precisa que en materia de tensiones solamente nos aventajan los militares, los bomberos y los pilotos.
Reconozco que un cañonazo, un incendio o un aterrizaje forzoso pueden perturbarle el biorritmo a cualquier ser humano con un mínimo de sensibilidad. Pero si de crispar los nervios se trata, una cuartilla en blanco y una musa escurridiza cuando el diario está a punto de cerrar pueden también trastornar la más flemática de las composturas.
En efecto, la «prosa de prisa» —como llamó Nicolás Guillén al periodismo— lleva aparejada una gran dosis de angustia. Se manifiesta, en especial, en la celeridad con la que los reporteros deben redactar y enviar sus notas luego de una cobertura difícil, sin faltarle un ápice a la objetividad ni violentar los presupuestos del idioma. El apuro nunca será excusa para elaborar y entregar textos mediocres.
Además de los automatismos distintivos de su perfil, hoy los periodistas han debido asumir funciones que, de alguna manera, los asemejan a los corresponsales de guerra. La analogía no me parece en lo absoluto desatinada. ¿Acaso sus reportes no se originan en medio del combate sanitario contra la COVID-19? ¿Acaso en el embarazoso ejercicio de sus obligaciones no arriesgan también su salud en un impredecible y comprometido campo de batalla?
En el frente estructurado para repeler la pandemia, ellos ocupan posiciones en la primera línea. Desde allí observan el teatro de operaciones en busca de historias que generen señales de alerta sobre los peligros epidemiológicos que nos acechan. En esos menesteres desafían, prudentemente, los terrenos minados, y desnudan ante el ojo público las sutilezas de un virus que tiene en ascuas al planeta.
Si exceptuamos al heroico personal médico y paramédico, ningún otro gremio se expone tanto a contraer el SARS-CoV-2 como el periodístico. Y no porque fotógrafos y reporteros se muevan en las zonas rojas ocupadas por los enfermos. Es que, al margen de los ubicuos riesgos, entrevistan a quienes se recuperan, charlan con sus médicos, hablan con sus contactos, recorren los hospitales y se informan en comunidades en cuarentena o en centros de aislamiento.
El llamado periodismo de desastres incluye reportar en situaciones catastróficas, como erupciones, terremotos, tsunamis, inundaciones… En todos, y a imagen y semejanza de los corresponsales de guerra, los enviados a cubrir la noticia tienen el peligro como compañero de viaje. Así, en tanto auténtica labor de contingencia, reportar «en vivo y en directo» una pandemia es como exponerse en un combate.
Pero, si entre el silbido de las balas los corresponsales de guerra suelen vestir chalecos con la palabra Prensa, escrita bien grande en la espalda —una advertencia de que no forman parte de ningún bando—, en el combate contra la pandemia esa prevención es inútil: ¡el virus no hace distingos! En el campo de batalla la vida se puede perder con un disparo de bazuca. Contra la COVID-19, estará supeditada a cuánta garantía de protección exista.
Correr tras las buenas historias, atraparlas y dotarlas de integralidad informativa para que contribuyan a percibir el peligro que nos amenaza, constituye hoy una prioridad del periodismo. En épocas de calma y sosiego, sobra tiempo para conmover desde el estilo. En contextos de combate —como el que hoy libramos—, apremia persuadir desde los argumentos.
Las coberturas de los corresponsales de guerra de nuevo tipo son ahora como campañas de advertencia que nadie debería desdeñar. El estrés de la profesión y su naturaleza humanista merecen ser tenidos en cuenta.