Diez años atrás, en las montañas de Mayarí (Holguín), conocí a Jorgelis, que entonces tenía seis años. Llegué a la escuelita multigrado José Martí junto a los técnicos que hacían el mismo recorrido cada cierto tiempo para brindar mantenimiento al televisor, la computadora y hasta los paneles fotovoltaicos que permitían que los niños de aquella zona aprendieran los contenidos de la misma forma (y con los mismos medios) que los de la ciudad.
La escuelita estaba en el pico de una loma de La Zanja, a orillas del río Piloto, cuyas riberas marcan el límite entre Holguín y Santiago de Cuba. Es un poblado de dificilísimo acceso donde, al menos en aquella época, no había electricidad.
Sentado encima de las piedras del patio, junto a sus compañeros y el maestro Eliades Silot, Jorgelis nos devoraba visualmente, con la misma ansiedad con que se comía el pan que antes nos había brindado.
—¿Qué quieren ser cuando sean grandes? —pregunté y el grupito vestido impecablemente de uniforme contestó a coro. Casi todos pretendían convertirse en choferes, pero el pequeño de primer grado se mantuvo en silencio, tímido.
—¿Y tú, Jorgelis, también quieres irte a manejar? —insistí.
Su respuesta salió en voz baja, y tuve que acercarme muchísimo para escucharlo bien. Quería cultivar la tierra y ser policía en las lomas, para «caerles atrás a los ladrones». Dijo también que le gustaba el río, y que por eso no pretendía abandonar La Zanja rumbo a Holguín o La Habana, como sus amigos.
—Tengo un pedacito de tierra y mi papá me deja sembrar —aseguró, mucho más desinhibido.
—¿Qué tienes sembrado? —volví a preguntarle.
—Fongo, porque no me gusta sembrar maíz —explicó, muy seguro, como si toda la vida hubiese planeado plantar plátanos (en aquel lugar los conocen como fongos).
Eliades Silot escuchaba a sus discípulos con orgullo y, al filo de la despedida, el maestro insistió en que las periodistas habláramos en el reportaje de su agradecimiento, no solo a los técnicos que le habían devuelto la vida al Atec-Haier, que otra vez captaba los canales de televisión y las emisoras de radio, únicos medios de comunicación por aquellos parajes, una década atrás. El maestro también quería agradecerle a Fidel.
Nunca más he vuelto a La Zanja. No sé qué habrá sido de los sueños de Jorgelis ni los de sus compañeros. Ni siquiera estoy segura de que la escuelita siga allí, después de tantas trasformaciones. Pero las palabras de despedida de aquel educador de montaña me llegan, en estos días convulsos, como una revelación de lo que no podemos perder, que son, por sobre todas las cosas, la perspectiva y los sueños de la gente del pueblo; y la fe del pueblo en la Revolución. Sin esos basamentos habremos extraviado la esencia del proyecto más humanista que ha vivido esta tierra.
Mucho le agradecen a Fidel los hijos de los pueblitos más intrincados, en desventaja con respecto a las posibilidades de la gente de ciudad. De eso pueden dar fe los descendientes de campesinos que salieron de sus comunidades para estudiar en los politécnicos, en las universidades; los familiares de los niños con necesidades especiales o con limitaciones físicas para quienes se destinaron escuelas y recursos; los trabajadores sociales, que se internaron en complejos parajes —citadinos o rurales— para conocer las situaciones particulares de cada necesitado y ayudarles a resolverlas; los médicos recién graduados, que antes de irse a aliviar los males en la geografía latinoamericana, cruzaron ríos como el Piloto para curar a sus compatriotas…
Lo que vimos aquel día de marzo de 2011, después de más de media jornada de viaje por los caminos enroscados de las montañas mayariceras, nos habló de un interés social, legado fidelista, que debe ser una constante de la Revolución: equiparar las posibilidades de la gente humilde y desposeída con las tradicionalmente más favorecidas, para concebir y lograr sus sueños, desde los más pequeños y simples hasta los que parezcan más utópicos. Esa es la Cuba que nos urge salvar.