Aunque se dice que tienen como modelo a los manifestantes de la Plaza Tahrir de El Cairo y a los indignados de la Puerta del Sol madrileña, estos de ahora no tenían que irse hasta tan lejos para encontrar el antecedente. ¿O es que acaso los medios estadounidenses fueron tan, pero tan mezquinos que los indignados de Nueva York no conocieron aquellas manifestaciones de los miles y miles de empleados públicos de Wisconsin que hace unos pocos meses se tomaron el ayuntamiento de Madison y levantaron una ola de protestas que tocó varios estados? ¿O es que ahora esos medios quieren presentar como foráneos los sentimientos de quienes, con montones de razones arremeten contra Wall Street, tal y como lo hacen los indignados de España, de Londres, de Francia, de Grecia… y sigue la cuenta?
Todos los días, el noticiero de Televisión Española abre con nuevas sobre «los mercados»: que si los temores de estos han disparado la tasa de interés de la deuda española e italiana; que si sus recelos hacen disminuir la confianza en la capacidad de pago de Grecia y, por tanto, aumenta el diferencial de riesgo para su economía, lo que aleja a posibles inversores; que si los augurios obligan al Banco Central Europeo a comprar bonos de deuda de los países tambaleantes para infundir confianza en ellos, en fin...
La vieja Pola fue el primer misterio que me estremeció a punto de expirar la década de los 50 del pasado siglo en el rutinario poblado de Jovellanos; cuando yo era inocente y feliz entre lunas y soles sucesivos, atrapando apenas imágenes y palabras como cuentas de colores.
Claro, la mentalidad burocrática no es una abstracción. Es más bien una conducta, un enfoque, una posición ante la gente y las cosas. Y si pretendiéramos ser más precisos y con ello más exactos, diríamos que es una hinchazón del papel público de la burocracia. Como una enfermedad social que se adquiere por canales estructurales.
Hace unos días, el estruendo del derrumbe confirmó lo que se advertía a simple vista: la añeja instalación, cerrada desde hacía algún tiempo para ser reparada, se podría venir abajo en cualquier momento, como ocurrió al final de una tarde lluviosa.
La escuché por vez primera con la humildad del visitador, prendido de la duda con la que siempre arriban los foráneos a un lugar por descubrir. Aquella historia me pareció en principio fábula, ocultismo, superstición, destello pueblerino, algo que solo había nacido para enamorar de admiraciones y sorpresas a los que llegan buscando conocer más sobre el ayer cienfueguero.
A su debido tiempo han ido emergiendo a la luz pública de nuestros medios, un caso tras otro, la aplicación de la justicia a quienes, enquistados en sus parcelas de poder y pretendiéndose impunes de por vida, medraron en pos del enriquecimiento personal con recursos que son tan caros para un país pobre bajo implacable hostigamiento imperial.
Muy confuso e indefenso anda este mundo si la Organización de Naciones Unidas, que debería defender la soberanía, apuntala la intervención extranjera en los Estados y certifica como democrático el reconocimiento a «autoridades» que ni están avaladas por un demostrado respaldo mayoritario de su pueblo, ni han podido proclamarse todavía, plenamente, como vencedoras de la guerra civil insuflada por otros en su tierra.
Por estos días recordé cuando visité tantas veces con mi madre, a lomo de caballo, San Juan de Dios, un batey próspero donde la Revolución levantó una presa que por su solo nombre ya regalaba esperanzas: El porvenir.
No, no hablo de la partida del ser amado a sitios lejanos, una ausencia que enciende y hasta sublima aquella pasión ya un poco apagada.