La vieja Pola fue el primer misterio que me estremeció a punto de expirar la década de los 50 del pasado siglo en el rutinario poblado de Jovellanos; cuando yo era inocente y feliz entre lunas y soles sucesivos, atrapando apenas imágenes y palabras como cuentas de colores.
Era una negra casi centenaria y muy pobre. Tocaba a diario al portón del patio trasero de la casa, a buscar la «completa» que mi madre disponía para ella en la olla del almuerzo familiar, como a un comensal más. Pronunciaba palabras incomprensibles para mí; palabras fieras como repiques de tambores y rumbatá, y las entremezclaba con otras más dulces y sumisas, pero igualmente lejanas, como «su mercé» y «a sus pies».
Yo acudía siempre con mi madre a aquel encuentro fugaz, una especie de frontera sentimental entre dos mundos, abierta por el portón. Y lo hacía con una expectativa ambivalente, de curiosidad y sobresalto. De atracción y temor. Porque Pola no sonreía, era vieja y fea. Luego de agradecer el botín a mi madre apenas sin levantar la cabeza, fijaba en mí sus ojos lejanos y amarillentos, nublados de glaucomas y tristezas antiguas. Y me estremecía de enigmas.
El momento más tenso era el ritual del beso. Me halaba hacia sí, hacia aquel rostro duro coronado por escasos caracolillos de canas, y estampaba en mi cabeza una leve exhalación con sus pulposos labios ya sin retaguardia dental. Y yo me resistía, entre el miedo y la desconfianza. Nunca le di un beso a Pola, aunque tanto me lo pidió; ni porque me lo ordenaba mi madre.
Pero Pola sabía usar sus señuelos. Cuando me retorcía en su regazo, un aroma a vetiver, a flores silenciosas del ocaso se esparcía en mi cabeza. Niño al fin, yo terminaba seducido por aquel perfume montuno que mi madre nunca pudo encontrar en los mostradores de las tiendas; y por los pulsos de colores que ella me dejaba mover a mi antojo como a un viejo ábaco, a lo largo de su brazo derecho.
Pero la paradoja mayor era saber que Pola era muy pobre; y, sin embargo, percibir el talco esparcido en su cuello arrugado, los collares de cuentas amarillo-verdes, rojinegros, blanquirrojos y azules, que me atraían sin saber por qué. O la inmaculada blancura de aquellas ropas que, más que lucimiento o pasarela, eran humildes ofrendas a sus orishas protectores, según supe después, cuando ya descubrí demasiado para mis escasos años.
Una mañana, jugando a la arqueología en el patio de la casa con un primo, encontré trozos de viejas botellas azuladas y unos grilletes. Fue cuando mi padre me explicó por primera vez, antes de saberlo por la escuela, los horrores sobre los que se levantó Cuba como una palma. Me confesó que Pola había sido esclava desde que abrió sus ojos tristes al mundo, y había sobrevivido a todas las crueldades.
Un día, Pola no tocó más al portón, y debió haberse marchado de este mundo con un morral de lamentos.
Este hombre que fue aquel niño nunca se ha perdonado no haberle devuelto el beso a la emisaria de tanto sufrimiento, como un bálsamo cargado de disculpas y vindicaciones. Con el tiempo, Pola ha alumbrado para siempre, cual una extraña y opaca estrella, mi certeza de que las fronteras, los rechazos y los prejuicios, pueden nacer una tarde en cualquier portón de la vida.