A La Habana la descubrí apenas a los seis años, en la década de los 50, de la mano de Rafael, mi padre. Entonces se entiende el asombro por salir de Calabazar de Sagua, un pueblecito villaclareño de campo y, de golpe, tener ante la vista la majestuosa urbe con sus encantos deslumbrantes.
Un individuo o una sociedad con la voluntad lastrada son como la inopia, a expensas de lo que venga. Por eso es preciso labrarla, tallarla como artesanos, cual hermosa y distinguida pieza del ardor y la consecuencia humanas.
Al marcharse del Paso del Ghisallo, el viajero prevé que aquel encuentro casual será como una lágrima colgada de la memoria. Ese instante será único hoy e irrepetible mañana. Y lo que más lo retendrá ligado a aquel paisaje donde la altura señorea y el cielo vocea la desconocida hospitalidad de la cumbre, habrá de ser la devoción que allí, en la soledad de la ruta, se le entrega a los que se adjuntan a dos tubulares y parados sobre las bielas de la pasión reencarnan el ideal de excederse a sí mismos, el más antiguo del mundo.
Me han preguntado sobre un aspecto cuya trascendencia exige que uno no deje pasar la bola buena. Y con el mismo respeto e inquietud con que me fue dirigida la interrogante, intentaré responder. Al lector, cuyo nombre omito porque no le he pedido permiso para usarlo, le preocupa el exceso de control, en particular sobre los trabajadores individuales. ¿Resulta conveniente tanta desmesura en el rigor, tanta insistencia fiscalizadora para desarrollar ese sector como es voluntad del Gobierno? ¿Estimula certezas y esperanzas o las frustra? ¿Amarra la indisciplina o la promueve?
Una vez más —aunque a estas alturas no es que hiciera falta— la administración Obama evidenció que los «cambios» son solo parte del discurso. La práctica es harina de otro costal y más en la cúpula de poder estadounidense. La autorización de una nueva venta de armas a la isla separatista de Taiwán, por valor de 4 200 millones de dólares, prueba que en política la balanza se inclina más hacia el lado de ciertos intereses, que hacia el sentido común o el «deber ser».
Una doctora exponía un día en la prensa su justo malestar ante el arbitrario aumento de la tarifa impuesto por el conductor de uno de esos camiones habilitados para transportar pasajeros, en los que ella se desplaza desde el hospital oftalmológico Pando Ferrer hasta Bauta, donde reside.
Se lanzan como pirañas a su presa. Comienzan por una campaña de propaganda sucia que busca desprestigiar económicamente a un país en franco desarrollo, aunque no sin dificultades, y dueño de una riqueza tangible, cuya expresión mayor son sus campos petroleros y gasíferos, y luego pretenderán pasar a palabras mayores que pudieran repetir los golpes de Estado con que fracasaron a comienzos de este siglo. Quieren detener la Revolución Bolivariana para luego engullirse a Venezuela.
«¿El último?», preguntó una voz cansada a mis espaldas. Al girarme para responder la descubrí, asomándose entre los bullicios de la panadería, cargada de bultos y jabas. Era Chola, con su escasa cabellera blanca. Para muchos, «la loca» de mi barrio.
Obedezco, pero no cumplo. Así de sencilla, aunque contundente, resultaba la fórmula sacramental de las oligarquías coloniales en las Américas ante la Metrópoli. «Yo obedezco, pero al final no puedo cumplir su cometido, Majestad», parecían decir con una cándida tozudez los viejos colonos, quienes se mostraban como los seguidores más celosos de la Corona.
Cogito ergo sum —pienso, luego existo—, pronunció Descartes para situar la esencia del racionalismo occidental. «Decido, luego existo», podría ser una exquisita traducción criolla al célebre filósofo francés en un asunto básico para los cubanos.