A La Habana la descubrí apenas a los seis años, en la década de los 50, de la mano de Rafael, mi padre. Entonces se entiende el asombro por salir de Calabazar de Sagua, un pueblecito villaclareño de campo y, de golpe, tener ante la vista la majestuosa urbe con sus encantos deslumbrantes.
Pero no escribiré propiamente de esa Habana entrañable para todos los cubanos, atrapada en crónicas memorables y que ha inspirado a poetas, pintores y músicos.
La Habana de estas líneas es la que muchos esgrimen continuamente para justificar esto o aquello; o para echarla por delante para avalar un criterio, aunque parezca descabellado.
La Habana como pretexto suena también con frecuencia en la tribuna de la calle con el fin de validar cualquier opinión con aquello de que «en La Habana es así como te lo cuento». O con el «qué va, esto no ocurre en La Habana», que se puede aplicar a las más disímiles situaciones. Y llueven las comparaciones desde los precios en el mercado, abastecimientos, posibilidades de diverso tipo hasta los asuntos menos imaginables.
Pero la moda a la que quiero referirme, un aporte relativamente reciente para esquivar responsabilidades, tiene su expresión más acabada y demoledora en el mundo de la burocracia, porque saltó de una oficina para otra a velocidad supersónica. Nunca antes había sido esgrimida continuamente como cerradora del posible diálogo.
Así, su nombre se expande a diario como un estribillo en voces apoltronadas detrás de ciertos burós, para revelar que «fulano no lo puede atender pues está en una reunión en La Habana». O «eso tengo que consultarlo con la capital».
A veces usan su nombre para infundir más temor que respeto por aquello de «mire —con el “lo siento” intercalado para imprimir una imagen de bonachón—, sobre eso no le puedo hablar porque tendría que consultar con La Habana». O el matador: «La Habana orientó no hablar de eso».
Tampoco hay un ápice de creatividad —¡cómo se me ocurre pedir tamaño esfuerzo!—. Simplemente repiten en disímiles lugares las mismas palabras sin un matiz que marque la diferencia, en una copia verbal que revela, en sí misma, la mentecatada.
Hasta llegan al colmo de que cuando alguien reclama sobre algo que a simple vista es arbitrario, le disparan el «lo ordenaron desde La Habana».
Y así en un monólogo incansable, La Habana para acá y La Habana para allá. Y detrás de ese escudo genérico, que preserva el nombre de la entidad u organismo, en realidad está la manera de poner distancia por el medio para evadir la responsabilidad de informar o esclarecer, sin que importe la propaganda turbia que se le hace a la capital.
No sé si en La Habana, cuando suena el teléfono, apelan también a la manida respuesta de que «están para el campo», nombre genérico con que muchos designan al resto del país del túnel para acá.
Lo que sí sé es que La Habana siempre ha sido una referencia grata para el resto del país, el lugar que todo cubano añora desandar, que admira y quiere, aunque nunca haya pisado sus calles, porque sencillamente La Habana es el espejo de la nación. Entonces, ¿para qué inmiscuir su nombre en esas necedades «oficinescas»?