Una doctora exponía un día en la prensa su justo malestar ante el arbitrario aumento de la tarifa impuesto por el conductor de uno de esos camiones habilitados para transportar pasajeros, en los que ella se desplaza desde el hospital oftalmológico Pando Ferrer hasta Bauta, donde reside.
Lo que sin duda debió haber irritado más a los lectores fue la respuesta del transportista a los reclamos de la afectada: «aumento el precio cada vez que me da la gana».
Semejante actitud parece corresponderse con la predominante en buena parte de los servicios de gastronomía y comercio, que suele contemplar a los parroquianos como las presas de un mercado cautivo, a los que no se les deja más opción que tomar o dejar lo que mal, tarde y casi nunca se le ofrece a plenitud. Pueden ser la prolongada espera innecesaria, la sopa fría y el refresco caliente.
Con esa práctica, reconocida resignadamente desde el lado de los compradores, se ha santificado una relación invertida, que consiste en que estos últimos se colocan a los pies de aquellos cuya violada tarea social debería ser servir al público, explicarle, complacerle en la medida de lo posible, de la misma manera que aquel camionero tiránico y violento exigiría si tuviese que acudir al centro de asistencia médica en cuestión o a cualquier otro.
Mal empezaría el trabajador por cuenta propia de copiar esos patrones de conducta, y muy poco favor se haría a sí mismo y a lo que constituye una vertiente importante de la actualización de nuestro modelo económico, que llegó para posicionarse y desatar todas sus potencialidades. Si la meta en mente se limita al máximo de ganancia con el mínimo de atención, desconociendo la realidad de los variables poderes adquisitivos de la población, muy mal se arrancaría en la seducción del mercado.
Porque ya es bastante padecer, entre otros ejemplos, que a frecuentes artículos del agro, deteriorados, no se les rebajen los precios, o en las tiendas recaudadoras de divisas muchas veces los alimentos solo se venden en paquetes de dimensiones más costosas, sin tomar en cuenta economías familiares más al día, obligadas al menudeo, la rebaja de precios a productos casi a punto de vencerse, amén de las consabidas «multas».
Reconocimiento merecen quienes se han dispuesto a emprender el trabajo por cuenta propia, que tanto contribuye a inyectar de necesitada flexibilidad a las redes de las relaciones económicas, y por el valor que supone asumir los desafíos de una esfera para muchos desconocida, con sus zonas de incomprensiones retardatarias, y el esfuerzo de paciente aprendizaje que conlleva, entre tropiezos y logros.
Salir adelante en esos empeños pasa forzosamente por la reanimación de la economía en su conjunto, incluidos el aumento de la producción y el paulatino mejoramiento salarial, pero también por forjarse una ética de los servicios y el comercio, que recupere aquel olvidado axioma de que «el cliente siempre tiene la razón», regla de oro para que este siempre vuelva.
Pasa asimismo por el trato amable y respetuoso, de buena educación, presto a escuchar, atender, sugerir, aconsejar. Solo así se podrá cautivar al público que paga, con mucho o con poco, sin convertirlo en cautivos obligados a recibir intolerables maltratos.