Vestidos de impecable uniforme, esperaban el ómnibus que los trasladaría a la escuela; conversaban de lo humano y lo divino con tranquilidad hasta que llegó la guagua.
Nerón, en rasgo demencial, quiso incendiar a Roma. Sería una señal que anunciaba el derrumbe de un imperio, extendido por Europa y por la cuenca del Mediterráneo. Al implantar colonias en diversidad de territorios, se estaba librando también una batalla cultural. Los conquistadores fueron contaminados por los pueblos vencidos. Hubo emperadores procedentes de la península ibérica. Las religiones se mezclaron y el latín dominante, modelado por los llamados bárbaros, dio lugar al nacimiento de las lenguas modernas.
Lo vi venir. No soy clarividente, pero a veces, adivino. Cuando me anunció su deseo le dije que No. Alto y claro. Es cierto, no lo dejé terminar de hablar, no hubo quién me sacara de la rotunda negativa. Fui dura. Lo sé.
En días recientes, nuestros medios de comunicación han privilegiado la defensa de la memoria histórica. Legítimo empeño que me retrotrajo a 2003 cuando, todavía adolescente, debí pararme por primera vez frente a un aula; mejor dicho, varias, pues fueron siete numerosos grupos de muchachos, apenas dos años menores que yo.
Me llegaban por una lista de correos, cuando todavía Facebook, Twitter, Linkedlin y los blogs estaban lejos de aparecer en el ciberespacio.
Han transcurrido ya 30 años, apenas un pestañazo en nuestra historia común, y aún no son pocos los testimonios ligados a la tragedia nuclear de Chernóbil que están por conocer.
A estas alturas habría que sacar bien las cuentas sobre qué resulta más viable económicamente: si dotar a las viviendas de tanques bajos de mayor volumen y más seguros para almacenar agua, o seguir dejando que proliferen los de 55 galones en cantidades que han llegado hasta 14 en una sola casa.
«No se solucionará este flagelo, en todas sus facetas, si se sigue militarizando países, arrasando a campesinos, irrespetando las soberanías nacionales, u obviando las particularidades de cada región. Tampoco se resolverá a través de la legalización, o asumiendo las drogas como sustancias inofensivas. Entender esto como una solución podría implicar aceptar que los Estados no pueden o no quieren cumplir con sus obligaciones de combatir el delito y proteger la salud de sus ciudadanos».
Comenzaban los 80 del pasado siglo cuando el compañero Fidel concedió una entrevista a un académico junto a un congresista, norteamericanos ambos. Fue publicada entonces en un folleto por la Editora Política. De aquella lectura, recuerdo dos puntos que me han parecido siempre reveladores de aspectos esenciales de su pensamiento y conducta.
Cuando mi abuela materna murió, se fue con ella casi un siglo de la historia de nuestra familia. Había nacido en 1915, en el entonces todavía españolista pueblo de La Palma, Pinar del Río, donde viviría hasta sus últimos días, a punto de cumplir los 97 años. Tampoco a la muerte le fue fácil vencerla: postrada a causa de incesantes isquemias durante varios meses y extendida la fiebre por su cuerpo a consecuencia de la neumonía, su corazón resistiría más allá de lo posible, para deshacer una y otra vez los augurios terminales de los médicos. Era la última de sus hermanos; era la última de mis abuelos.