Veloces pasan los días y van sumando años. Ha transcurrido un cuarto de siglo desde el derrumbe de la Unión Soviética y su consiguiente repercusión en lo psicológico y en lo económico. Bajo esas señales de desconcierto y precariedad crecieron los menores de 30.
Por la subestimación del otro que implica, nunca he simpatizado con las actitudes paternalistas. Prefiero acogerme al «empínate» de Mariana Grajales: un modo de estimular las capacidades latentes de cada cual hacia el logro de la plena realización personal y colectiva, nunca como vía para exacerbar la insaciable competitividad, fuente de angustia y frustración. Sin embargo, el modelo de justicia propuesto por el socialismo aspira a erradicar el tormento existencial de quienes viven bajo amenaza del desempleo, tanto como por la incertidumbre ante la enfermedad, la invalidez o el desamparo en la ancianidad. Acontecimientos recientes evocan la cadena de suicidios producida por la crisis de las inversiones inmobiliarias y por las políticas de ajuste.
Con el triunfo de la Revolución, quedaron atrás situaciones que se abatían sobre las víctimas de desahucios y desalojos, sobre la orfandad de muchos. Los padres pudieron soñar con un futuro mejor para sus hijos. Muchos sintieron el orgullo de asistir a la graduación universitaria de quien estrenaba por primera vez un título, al cabo de una larga genealogía de excluidos. Sufrimos las limitaciones del racionamiento. Aprendimos a adaptar ropas usadas, a veces torpemente, para adecuarnos a la moda. En los 80 del pasado siglo, aparecieron los mercaditos.
Ya entonces, la nueva mentalidad que privilegiaba el reconocimiento al mérito, empezaba a mostrar fisuras inquietantes. Los juegos de azar no desaparecieron del todo y el mercado negro asomaba en la sombra. Algunos empezaban a «resolver».
La agudización de la escasez, compensada por el crecimiento de un mercado negro de dudoso origen, la pérdida del poder adquisitivo del salario, la presencia de una remuneración diferenciada en las empresas mixtas y en el turismo, tuvieron consecuencias de distinta naturaleza. Una creciente permisividad diluyó los límites entre lo legal y lo ilegal, inhibió los juicios de valor hasta entonces dominantes y removió las aspiraciones y perspectivas de vida. En el espacio familiar, niños y adolescentes observaron la duplicidad entre lo declarado de manera pública y la conducta. La voluntad de superación para acceder a un ejercicio profesional calificado cedió el paso a la preferencia a labores que ofrecieran ingreso inmediato más satisfactorio. Junto al trapicheo de mercancías, hubo ganancias jugosas derivadas del acaparamiento, el «desvío» de recursos y otras fuentes subterráneas.
De una antigua memoria, surgió el conocido perfil del «bicho» cubano. La estructura secular de la economía cubana, paliada por la Revolución al conceder atención prioritaria a los territorios situados más allá de la capital, sufrió un retroceso. Las ventajas históricas de La Habana con sus atractivos turísticos atrajeron un flujo de emigrantes dispuestos a cubrir plazas menospreciadas por los capitalinos y a cubrir oficios de baja calificación. Los reclamos del presente sustituyeron la proyección hacia el futuro. Esta mentalidad permeó la vida cotidiana, sin afectar valores esenciales construidos a través de un largo proceso histórico y afianzados por la política nacional e internacional alentada por la Revolución. La noción de prosperidad se asocia a la tenencia de dinero.
La actualización del modelo económico requiere el acompañamiento de políticas concertadas a partir de estudios que definan en términos concretos las situaciones urbana y rural de la heterogeneidad que nos caracteriza. Atajar los problemas de corrupción y su reflejo económico y moral, fortalecer el respeto a la legalidad, pueden conducir paulatinamente al rescate de un control social efectivo y consciente. Conocer la realidad y sus contradicciones en la base comunitaria contribuye a hacer más efectivo el trabajo en cada una de ellas. La capacitación de los cuadros favorece un cambio de mentalidad conducente a adecuar lineamientos generales a lo específico de cada zona, tanto en la protección de los más vulnerables, como en el auspicio de fuentes locales de empleo. Herencia de antiguas rutinas, la autosatisfacción ante el cumplimiento mecánico de tareas sin tener en cuenta los objetivos propuestos debe ser desterrada. El amplio conglomerado institucional tiene que esforzarse por alcanzar lo más recóndito y llegar, como proclamaba la propaganda de una pasta dental, «hasta donde el cepillo no toca». Desde lo local, es necesario conjugar la defensa de lo propio con la irrenunciable perspectiva integradora del país. Solo la articulación de voluntades en un proyecto común, renovador de las expectativas de vida, contribuirá a la solución de muchas dificultades que afectan a todos. En este sentido, cada minúscula batalla ganada acrecienta la confianza.
«El patio de mi casa es particular; cuando llueve se moja como los demás», decía una ronda de otrora. Somos solidarios en momentos críticos. Integremos ese sentimiento al día a día. Limpiemos el patio de todos para encontrar el granito de felicidad en una filosofía del buen vivir.