El escepticismo surge vertiginoso cada vez que anuncian una medida legislativa. De inmediato, le cuelgan las funestas frases de «Habrá que ver si se cumple» o «Aquí todo está reglamentado, pero cada cual hace lo que le viene en gana».
Por desgracia, los augurios encierran una verdad que está fundamentada en ese mal agobiante que aflora cuando hay falta de un estricto control por aquellos a quienes les pagan para ejercerlo.
Cuando vulneran cualquier reglamentación se comete un hecho todavía mayor que la propia afectación ocasionada a este o a aquel. Simplemente, se daña el prestigio y la autoridad del ente legislador.
En otras palabras, resulta una manera maliciosa de agrietar la credibilidad de las instituciones estatales, cuyo reflejo en la sociedad trasciende esa costumbre de poner en duda la efectividad real de las directrices legales.
Obvio. Se adoptan las leyes para que tengan un cabal cumplimiento. Existen los mecanismos, abundantes en nuestro caso, para hacer acatar lo dispuesto, pero actúan deficientemente, como confirman las estadísticas de los organismos controladores.
Las transgresiones más conocidas y publicitadas, a nivel nacional, son aquellas cometidas contra el consumidor, pero existen, gracias al descontrol, otras graves en empresas.
¿Por qué ocurren? Debido a los desvaríos del control primario, ese que está allí en el escenario donde surgen las transgresiones contra la economía estatal o al bolsillo del ciudadano.
En más de una ocasión, Gladys Bejerano Portela, Contralora General de la República y vicepresidenta del Consejo de Estado, ha enfatizado que resulta una responsabilidad de las direcciones velar por la aplicación de las disposiciones, pues lo que se orienta y no se controla tiene grandes posibilidades de que tampoco se cumpla.
¿Cómo es posible, por ejemplo, que las direcciones de las entidades, dotadas de sus propios aparatos de fiscalización, más los directivos de diversos rangos, casi nunca, solo para evitar absolutizar, descubran las infracciones?
Lo confirman las verificaciones fiscales, un ejercicio más profundo que logra sacar a flote cualquier artimaña o burdo proceder contra lo establecido.
La mala salud del control también aflora en las 49 613 multas impuestas desde enero hasta abril último en Villa Clara, por irregularidades de centros de prestación de servicios a la población y violaciones de normas higiénicas, cometidas en estas últimas entidades estatales.
Ese panorama tiene, igualmente, otra lectura: hay conciencia desde los órganos superiores del enraizado hábito de pasar por alto lo establecido, por carencia de aptitud de las administraciones, o por conveniencia.
De ahí que cada vez, en mayor medida, se le va poniendo coto a la impunidad, sin extremismo, exigiendo y sancionando a quienes faltan a sus responsabilidades desde el timón de dirección, o al simple trabajador.
Pienso que debemos despojarnos del escepticismo e ir más allá de decir «Habrá que ver si se cumplen» o «Aquí cada cual hace lo que le da la gana». Se impone actuar cuando en un mercado o en cualquier lugar donde acudamos, algún depredador quiera timarnos a cara limpia. Pues entonces, a cara limpia también debemos salirle al paso.
La ley nos otorga ese derecho que si no lo esgrimimos, al final, terminamos, involuntariamente, siendo cómplices, por aquello de que «tanta culpa tiene el que mata la vaca como el que le aguanta la pata».