Fue capaz de enfrentar un ejército y de suavizar jornadas difíciles de guerrilla y monte, con su sonrisa franca y un manojo de viejas canciones cubanas.
Había nacido en el seno de una familia de alta posición económica, pero optó por encarnar durante toda su vida la expresión martiana de que la sencillez es la grandeza.
Amaba las ciencias, el deporte, tenía una bella voz de soprano: pudo haber disfrutado de un futuro de oropel; pero eligió construir un mañana de decoro para la Patria. «Me tocó hacer en aquellos días», diría.
Esa era Vilma Espín Guillois. Transgresora, se había convertido en una de las tres muchachas que estudiaban la carrera de Ingeniería Química Industrial en los tiempos fundacionales de la Universidad de Oriente, y soñaba con contribuir desde su especialidad, al futuro tecnológico del país, pero al escuchar con rabia la noticia que ofrecía aquel bedel, en medio de una clase de Mecánica: «¡Batista tomó el poder!», comprendió que era preciso hacer algo más.
Y entonces hizo. Comenzó imprimiendo y distribuyendo a escondidas volantes con versos de José María Heredia en los barrios cercanos a la Universidad, «para que la población leyera el clamor por la libertad desde la belleza de la poesía».
Más tarde se entregó sin descanso a jornadas intensas de riesgo y clandestinaje, sin dejar de ser fiel al reclamo de su padre: «¡Cuídense!». Llegó a ser la mano derecha de Frank y la coordinadora del Movimiento 26 de Julio en Oriente. Cuando la Ciudad Heroica, que la tuvo siempre entre sus hijas más entrañables, no pudo protegerla más, se fue a las montañas del Segundo Frente.
Entre hombres supo ganarse el título de Heroína, y con la luz del triunfo, cuando ya su trayectoria revolucionaria bastaba para reservarle un lugar en la historia patria, le tomó la palabra a Fidel: «Las mujeres pueden ser útiles en todos los sentidos». Con su ejemplo por delante, emprendió junto a las féminas de la Cuba nueva, un proceso de empoderamiento y reivindicación de sus derechos que las hizo crecer hacia la libertad.
Nunca dejó de ser tierna e intrépida, sencilla, espiritual y combativa. En tribunas internacionales engrandeció a la Revolución al divulgar la obra a favor de mujeres y niños y sembró ideas a favor del mejoramiento humano, sin apartarse de sus recuerdos de la casa santiaguera de San Gerónimo, donde nadie se atrevía a faltar al almuerzo familiar del domingo y cualquier momento era bueno para conversar de todos los temas.
Fue, sin proponérselo, una líder natural para todos sus compañeros; ha dicho su amiga y hermana de riesgos, Asela de los Santos.
Por eso, cada 18 de junio, la fecha aciaga en que hace nueve años dejó de acompañarnos, vuelven las anécdotas. Revivimos los ademanes de la muchacha de cabellera lacia, dulce y enérgica, a la que le seguirán siendo cercanas las batallas cotidianas, los zunzunes de la montaña y las rojas califas del Segundo Frente, donde se jugó la vida y conoció el amor.
Hasta el último instante conservó para todos los que la conocieron, el rostro feliz y sereno, como el mejor trofeo de una vida de entrega, y el agradecimiento al privilegio de haber sido protagonista de días fértiles e intensos. «A pesar de los que no están, de los momentos más difíciles y de todo lo que nos queda aún por emprender, me siento satisfecha», fueron sus palabras.