A veces me cuestiono por qué escribo tan poco de las y los iluminados, de la gente que regala una sonrisa y humedece la aridez del desierto diario, o con un gesto mínimo de solidaridad aplasta la más enconada desesperanza.
Cuando me regalaron a Luna pensé en ponerle Eva, un nombre corto y simpático, pero a mi nuerita no le hizo gracia tener una tocaya perruna y la bautizó como el personaje de Isabel Allende. Mi cachorrita albina aceptó el nombre y adoptó la satelital costumbre de acurrucarse a los pies de mi cama a prima noche para luego trasladarse, imperceptible, hasta ver clarear el día en el filo de mi almohada.
Como Juan Preciado, que un día, según Rulfo, se fue a Comala buscando a su padre —«un tal Pedro Páramo»—, Luis Sexto suele viajar por su Isla buscando un central. Ingenioso como es, decidió sumarnos a todos al periplo colocando en el catálogo de la editorial Pablo, de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), su último libro: La aparente cordura de las cosas, en el que se enfrasca en salvar disímiles voces de bateyes azucareros antes de que la brisa se las lleve, como hizo con extintas chimeneas.
Y de la noche a la mañana yo me había conseguido una nueva familia. Sin más lazos que los que empata el tío Alquiler (que para él solito necesitaría mil antologías tan desordenadas como la de Serrat y con la misma intensa poesía), un joven matrimonio holguinero y su indescriptible pequeñuela me recibían y despedían con su sonrisa (entonces indescifrable) y una amabilidad bastante decente. Yo no lo sabía, aunque podía suponerlo: también estaba siendo escrutadísima por ellos, que debieron soportar mi «entra y sale» inevitable, siempre con el firme propósito de parecer una sombra. A veces lo lograba.
¿Cómo nacen las pasiones? ¿A qué día y a qué hora? ¿Qué vientos las avivan? A veces un hermano enciende la chispa y eso le pasó a Ezequiel. A los siete años ya tenía el alambre en sus manos, y desde entonces no ha hecho más que ascender.
Las fuertes reacciones contrarias no se hicieron esperar. Y no era para menos. Las nuevas políticas del recién establecido presidente de Estados Unidos, Donald Trump, han provocado una sarta de protestas en los últimos días, no solo en ese país, sino también extrafronteras. Y la esfera del músculo se une a esa repulsa.
De pronto ha causado un gran revuelo el accionar de los agentes de la Policía Nacional Revolucionaria contra los conductores de esas motos «cómicas» que ruedan por nuestros calles y ciudades y a las que la gente llama motorinas.
Recién iniciado, el 2017 es año pródigo en efemérides que suscitan nuevas reflexiones acerca del proceso histórico del siglo XX, sus coordenadas planetarias y la intersección del acontecer nacional en contrapunto con los sucesos que sacudieron los centros de poder.
Sin atisbos de clemencia, la música estalló a las cuatro de la madrugada del lunes, para forzar al vecindario de trabajadores, escolares, ancianos y convalecientes a renunciar al lecho reparador. Estrepitosos volúmenes de acordes invadieron sin respeto ni permiso los hogares desde la pista de un Cupet en el Vedado, donde un grupo de personas gozaba a rienda suelta, ensordecidas para atender gritos de protestas emanados desde ventanas de asombrados y enardecidos residentes.
Hace unos días, un amigo me invitó a la fiesta de 15 de su única hija. La pasé de maravillas y consumí cuanto quise, incluido el contenido de una botella de tequila, bouquet inédito para mi dipsómano y poco exigente paladar. El anfitrión, al tanto de mi simpatía por el trago fuerte, la puso sobre la mesa con estas palabras: «Ahí tienes, es tuya». Y, a pesar de que le hice los honores hasta dejarla casi exhausta, terminé el convite (¿o combate?) como si tal cosa. Nada, que bebida buena es bebida buena.