Hace unos días viajaba en un «almendrón» por la calle 23 del capitalino Vedado. El calor, a pesar de ser enero, y la letanía rítmica de un reguetón, mantenían a los pasajeros en un aburrido letargo. De pronto un estruendo dejó a todos atónitos. El chofer, a duras penas, logró frenar contra el borde de la acera y uno de los viajeros, con la natural vis cómica de los cubanos, preguntó: «¿Esto será un coche bomba?».
Lo veo subir al ómnibus. Estamos por San Francisco de Paula y enseguida le ceden uno de los asientos amarillos. Antes de hablarle, cierro los ojos… el mundo se oscurece y el ruido de los otros asusta.
Le pusimos la Maga por varias razones: ser una profunda conocedora de Julio Cortázar y por su aire fascinante de misterio. Se movía en una mezcla de irreverencia y rigor académico, apreciable en cierto desenfado en el peinado y los anillos y collares que nunca llegaban al desbarajuste y armonizaban con el color de sus ojos y la voz profunda, de tonos graves.
«¿Para qué hace falta Martí?», me dice un amigo adorado, a quien cada día soporto cuestionándome el alma con esa autoridad a prueba de enojos, que solo posee quien nos quiere bien.
El play off pone de moda a los Alazanes, mientras otra serie, no menos apasionante, nos aguijonea el ansia de otros triunfos nada beisboleros que, como en aquella adivinanza aprendida en la niñez, resulta que en algunos casos «mientras más cerca parecen estar más lejos».
Estaba apenas saliendo de la infancia cuando bajó al círculo más profundo del infierno, atravesó las llamas y salió con el alma limpia y lúcida la conciencia acerca del destino que le aguardaba. En El presidio político en Cuba, José Martí dejó testimonio de tan dolorosa experiencia compartida con la inocencia lacerada. Hubiera podido naufragar en el odio y el resentimiento. Todo lo contario. Afinó la mirada y la sensibilidad para descubrir el poder convocante de la solidaridad y hacer de la lucha por la emancipación humana el modo más eficaz de conjurar las amenazas del infierno que puede corroer a la persona y a la sociedad. El grillete dejó marcas indelebles en su carne, y para mantener viva esa memoria, lo convirtió en materia prima de un anillo que nunca abandonó.
Una mujer montó un caballo, al pelo, y salió al medio del camino, con bandera tricolor en mano. Era una campesina humilde que bañándose del sol implacable impresionó a muchos en ese día de esperas y gritos.
En numerosas ocasiones cuando alguien ha debido presentar una intervención mía en determinados eventos, me han anunciado como periodista de Juventud Rebelde. Ello es una verdad relativa, porque lo cierto es que nunca he pertenecido como tal a su plantilla, pero, por otra parte, mi vínculo con este periódico como colaborador es de larga data y se remonta al ya lejano año de 1982.
La primera visita es al cementerio. Casi llegas sin respiración, con el polvo y el cansancio de más de cuatro horas de viaje, agilizando a tu madre sexagenaria cuyas rodillas no la dejan avanzar más rápido. Pero es preciso apurarse. Son las 4:30 de la tarde y a las cinco es el último cambio de guardia.
Caracas.— Cerca de la Plaza Simón Bolívar, andando una calle estrecha, de bulevar, se llega a la Casa de Nuestra América José Martí. Enclavada en medio de la modernidad, rodeada de edificios altos y de todo tipo de apuros, ella tiene un significado especial: allí, sin desdorar el cariño encontrado en las esquinas cuando decimos de dónde somos, se siente que se está pisando un pedacito de suelo cubano.