Estaba apenas saliendo de la infancia cuando bajó al círculo más profundo del infierno, atravesó las llamas y salió con el alma limpia y lúcida la conciencia acerca del destino que le aguardaba. En El presidio político en Cuba, José Martí dejó testimonio de tan dolorosa experiencia compartida con la inocencia lacerada. Hubiera podido naufragar en el odio y el resentimiento. Todo lo contario. Afinó la mirada y la sensibilidad para descubrir el poder convocante de la solidaridad y hacer de la lucha por la emancipación humana el modo más eficaz de conjurar las amenazas del infierno que puede corroer a la persona y a la sociedad. El grillete dejó marcas indelebles en su carne, y para mantener viva esa memoria, lo convirtió en materia prima de un anillo que nunca abandonó.
Durante esa temporada en el infierno, aprendió a conocer a los hombres, con sus luces y sombras, con la fuerza potencial y la vulnerabilidad latente que habitan en cada uno de nosotros. He pensado siempre que uno de los aprendizajes de aquellos días difíciles se tradujo en la revelación del valor oculto en el soldado español Don Mariano, su padre. Hombre bueno y militar patriota, honesto y fracasado en la carrera de la vida, había intentado hasta entonces mostrar el rostro severo ante el hijo rebelde, renuente a cumplir con sus deberes en el sostenimiento pecuniario de la familia, para entregarse al designio mayor de servir a la patria. En las lágrimas del padre ante el sufrimiento descomunal del hijo y ante la violencia implacable del poder colonial contra los condenados al trabajo forzoso de las canteras, pudo intuir el joven Martí la existencia de una España profunda, soterrada bajo la violencia del cuerpo de voluntarios y la fiebre del oro, insaciable con los tributos que entregaba la Isla. Don Mariano encarnaba los valores de esa España profunda. Para ella, una vez terminada la contienda libertaria que ya incendiaba los campos de Cuba en la guerra iniciada por Carlos Manuel de Céspedes, habría espacio justo para el desempeño de un trabajo honrado. Sin renunciar a sus principios, Don Mariano comprendió entonces las razones que inspiraban la conducta de José Julián. Entre uno y otro, el respeto mutuo que habría de acompañar el amor nacido de manera natural en el seno de la familia. De esa dolorosa experiencia juvenil, José Martí extrajo las lecciones que lo llevarían a convertirse en el organizador de la Guerra Necesaria. Aprendió las sutilezas del arte de la política, constituido por un claro sentido del momento histórico y basado en el estudio de las corrientes dominantes en su tiempo y, en particular, por el diagnóstico de la realidad norteamericana en el instante en que el país se proyectaba como imperio emergente. En este sentido, su lucidez sobrepasó en mucho la visión de sus contemporáneos europeos y norteamericanos. El fundamento conceptual que le sirvió de guía lo llevó a no considerar a los seres humanos, su material concreto de trabajo, en términos abstractos. Conoció a los hombres a fondo y valoró el papel de la motivación. En función de la transparencia necesaria, estableció un nexo indisoluble entre ética y política. El cambio de época favorecía conceder prioridad a la unión de las voluntades desde abajo, teniendo en cuenta que la emigración de Tampa y Cayo Hueso contaba ya con un importante sector obrero. Con los veteranos de la Guerra Grande, con el propósito de vencer prejuicios y de superar los remanentes de escepticismo, desplegó una intensa labor individual.
La sagacidad y el profundo conocimiento humano de José Martí se manifestaron en la construcción de su diálogo con Máximo Gómez. Para el futuro de la patria, el Generalísimo era imprescindible. Curtido en el combate, era natural que desconfiara de un joven intelectual carente de experiencia en el ejercicio de las armas. Martí apostó a su extrema generosidad, a su honestidad sin límites, a sus brillantes dotes intelectuales no avaladas por títulos académicos. Logró de esa manera la adhesión del dominicano al Manifiesto de Montecristi que, desde la guerra a punto de reiniciarse, sentaba las bases de una república que tendría que eludir los peligros del caudillismo y los conflictos de intereses que socavaron el proyecto bolivariano para la América Latina, así como los peligros de nuevo tipo, representados por el imperialismo naciente. En esos días de entrañable convivencia familiar que acompañaron la redacción del Manifiesto, Martí descubrió conmovido la inmensa disposición al sacrificio de Manana, la compañera de Máximo Gómez.
Para los devotos de José Martí, en la mesa de noche donde descansan nuestras más íntimas lecturas, deben permanecer los últimos diarios. En una escritura admirable, hecha al ritmo rapidísimo del correr de una pluma nerviosa, el Apóstol deja testimonio de su emoción en el reencuentro definitivo con su Isla, con su naturaleza y sus hombres. Antes del desembarco por Playitas de Cajobabo, palpita la intensa temperatura de una doble cercanía. En Dominicana y en Haití reconoce el parentesco del entorno físico, mientras cobra forma expresiva el modo de mirar a las gentes, semejantes las unas a las otras en el gesto solidario y en la humildad del vivir, a la vez que caracterizadas en su irrenunciable individualidad. En la vivienda del haitiano desconocido, comparte la mesa, recibe atención esmerada y le ofrecen cama para el reposo necesario antes de seguir camino. Es un masón, pero el trato recibido trasciende el compromiso contraído por un juramento de fidelidad.
En tiempos de predominio invasivo de la ciencia de la manipulación, la supervivencia de los derechos conquistados por los pueblos depende, en gran medida, del rescate del martiano arte de la política. Apuntalado en propósitos claramente definidos y plasmados en una conceptualización de los conflictos básicos del momento, sus causas y sus vías de solución, cultivar la rosa blanca significa tocar con las manos el ser humano concreto, sus circunstancias y sus contradicciones internas. El anillo de hierro mantiene viva la memoria de todo aquello, alentado por la acelerada derechización, que no puede regresar.