Ante tanto aparatico sofisticado de las tecnologías de la información, ante tal voraz promiscuidad a lo internet, inter nos confieso que temo la burla de los nativos digitales cuando evoco al viejo germano Gutenberg, con su imprentica que nos legó el tesoro del libro, y reprodujo masivamente el conocimiento y la emoción en las medianías del siglo XV.
Las investigaciones sobre el tema de la identidad insisten en buscar las raíces de lo que somos en nuestros más remotos orígenes, básicamente europeos y africanos. De esos antecedentes proceden algunas marcas culturales. Las fuentes nutricias de la conformación de un pueblo fermentan y maduran con el tiempo, para conformar el humus siempre renovado que alimenta nuestras raíces. El idioma que hablamos nos vino de España con cierta impronta andaluza. Al habitar entre nosotros fue adquiriendo entonación, matices y un acompañamiento gestual que lo hace inconfundible.
«¿Para qué gastarte 20 pesos en un bicitaxi? Anda, no seas boba, coge una “botella”. Una botellita la consigue cualquiera: párate en un espacio aislado, preferiblemente sin competidores —o mejor, sin competidoras bonitas—; extiende la mano, pon cara de desamparada y verás que la consigues», te aconsejan.
Triste, me relató lo sucedido. Había expresado sus inconformidades de frente; no en comentarios de pasillo que nada resuelven, sino ahí, delante de los responsables, de quienes podían remediar la situación.
«Es tan natural todavía, como si no hubiera venido de allá…», le escuché decir a aquella mujer mientras atravesaba una de las calles de mi natal Güira de Melena. Ese pueblo artemiseño, que a no pocos de sus hijos ha visto partir hacia otras naciones, recibe cada fin de año a muchos de los que un día decidieron establecerse lejos de su casa y su familia.
El rostro del soldado cambió súbitamente. Pasó del susto a la sorpresa. Era un muchacho rubio, usaba espejuelos y tenía «no más de 25 años». Había caído prisionero después del victorioso ataque rebelde y cuando Raúl le preguntó qué grado tenía, este dijo: «bachiller».
«Aquel día histórico, Fidel me dijo cuando llegamos al Campamento Militar de Columbia, hoy Ciudad Libertad, habla tú en representación de la FEU. Esa actitud de él, acabada de triunfar la Revolución, de darles voz a los jóvenes, a los estudiantes, la mantuvo siempre».
Todas las noches lo veo allí, en la paladar de la esquina. Detrás del mostrador, una sonrisa casi desvanecida y los ojos cansados y amables de quien está agotado pero no puede apagarse. No pasa de 25 años, estoy casi segura. Lo sé porque todavía parece que puede con todo. Pero desgraciadamente no es así. El mundo gira demasiado veloz para el modo en que él merecería vivir su vida. A veces no se da cuenta y, cuando viene a ver, otra vez es su cumpleaños. Pero todo por reunir, estar bien y salir adelante…
Mi recuerdo de Un hombre de éxito, la película de Humberto Solás, data de los ya lejanos días de su estreno. Las peripecias de su línea argumental se han borrado. En cambio, permanece viva la visión trágica de Raquel Revuelta en las secuencias que preceden el suicidio de la madre. Es uno de esos momentos excepcionales en que la creación artística alcanza el más alto nivel de expresividad y de creación de sentido. Ocurre así cuando, partiendo de un sólido engarce en una situación concreta, trasciende las circunstancias para tocar zonas recónditas del ser humano.
Aquel domingo pintaba para cualquier cosa menos para jugar pelota bajo el ardiente bochorno de un mediodía de agosto. «¡Muchachos, se van a achicharrar…!», advertían los agoreros del barrio al vernos tomar en dirección a El Campito.