«¿Para qué gastarte 20 pesos en un bicitaxi? Anda, no seas boba, coge una “botella”. Una botellita la consigue cualquiera: párate en un espacio aislado, preferiblemente sin competidores —o mejor, sin competidoras bonitas—; extiende la mano, pon cara de desamparada y verás que la consigues», te aconsejan.
Y allá vas tú. Compruebas que la parada está hasta el tope y decides arriesgarte. Pasan dos, tres, cinco… carros llenos. Ahí viene uno, adviertes y adoptas la pose, pero es particular y la mujer «copiloto» te mira con cara de fiera. No te desanimas. Ves uno a lo lejos con chapa estatal. «Ese es el mío», te alientas, mas pasa de largo e, incluso, te deja los zapatos manchados de lodo.
Consultas el reloj con ansiedad. Piensas en Elba, en su rostro duro, en la reunión. No tienes demasiado tiempo y la guagua tampoco da señales. Improvisas mirando el celular porque hay mucha gente que te observa y de seguro piensa que no consigues nada, que te falta técnica. Allá viene una guagua. «Seguro para, viene vacía»; pero el conductor no da muestras de enterarse de que allí hay una parada.
Vuelves a tu sitio de combate y para tu sorpresa o decepción, encuentras que lo ha ocupado una embarazada. «Ahora sí que se me saló el día», dices por lo bajo, remedando al vil personaje de la novela brasileña de turno. Diez, 15, 20 minutos y nada. Todos los autos van «hasta allí», «doblo en la esquina» o «voy para donde tú no vas». La embarazada sonríe porque no debe estresarse, te desea suerte y aborda un bicitaxi, porque ella «sí que no puede estar parada tanto tiempo al sol».
La despides con la mirada, y de pronto parece que la suerte ha decidido tocarte con su mano poderosa. A metro y medio de donde estás, se detiene un LADA blanco de franja azul, con chapa estatal, y corres, te apuras para no hacer esperar al conductor. Ya empiezas a dar los buenos días y a desearle toda la prosperidad del mundo, pero una voz masculina te saca del embeleso y una mano te aparta de la puerta con cierta brusquedad: «Permiso, este carro es de mi empresa».
Hierves de ira en silencio. Piensas en lo bueno que sería comprarte un carro, pero ni bicicleta tienes. Solo cuentas con dos piernas, un salario escuálido y una ruta local con un solo ómnibus, que pasa por tu reparto cada una hora y tanto, si no falla.
Valoras la posibilidad del bicitaxi, pero decides que ya no vale la pena gastar el dinero si de todas formas llegarás tarde a la reunión. ¡Cómo se va a poner Elba cuando vea que no llegas con el informe! Y recuerdas la comentada historia de aquel jefe que se disfrazó y pidió «botella» a cada uno de sus subalternos con carros, que lo ignoraron en la vía; anotó las chapas y después los analizó a todos, por déficit de solidaridad.
«Hoy sería un buen escarmiento», piensas con delicada malicia y te entretienes imaginando la cara que pondrían choferes y dirigentes si, al menos temporalmente, como castigo, les limitaran el acceso al carro o les redujeran la asignación de combustible por no pararles a un compatriota suyo, a una mujer con niño, a un anciano camino al hospital, o a una muchacha como tú, que será reprendida por su llegada tarde.
Igual sería bueno ponerle un sello dorado a cada auto cuyo responsable hace una pausa en la carretera y en su tiempo de vida para adelantar al que lo necesita. En todo eso estás pensando cuando sientes que el tumulto de gente se aglomera a tu alrededor, porque la guagua ha parado justo enfrente de ti y ya estás casi arriba por los empujones del tropel; pero ahora sin cartera y, por consiguiente, sin tus 20 pesos ni el informe que te pedirá Elba.
Tienes ganas de gritar, pero no sirve de nada. El ómnibus echa a andar, se detiene en las siguientes siete paradas que te separan del trabajo, como si no importara nada más que seguir la ruta prefijada. Para, te bajas, caminas como autómata y subes las escaleras.
Allá arriba está Elba. Entonces le cuentas, le explicas, te disculpas… y ella te dice que no importa. Al final, es como si hubieses llegado 15 años después.