Las investigaciones sobre el tema de la identidad insisten en buscar las raíces de lo que somos en nuestros más remotos orígenes, básicamente europeos y africanos. De esos antecedentes proceden algunas marcas culturales. Las fuentes nutricias de la conformación de un pueblo fermentan y maduran con el tiempo, para conformar el humus siempre renovado que alimenta nuestras raíces. El idioma que hablamos nos vino de España con cierta impronta andaluza. Al habitar entre nosotros fue adquiriendo entonación, matices y un acompañamiento gestual que lo hace inconfundible.
Nuestras raíces y, por tanto, nuestra identidad, constituyen un barro amasado a lo largo de medio milenio de historia. Es el resultado de un proceso de ininterrumpida construcción cultural, hecha del aporte de quienes sucesivamente, por voluntad propia o por imposición violenta, fueron llegando de África y de Asia, así como del mestizaje iniciado con el arribo de los primeros colonizadores. Ese legado, evidente en los testimonios tangibles en nuestras ciudades y en la zona intangible de la memoria, de las costumbres, conforma el conjunto de nuestro patrimonio. A la obra de nuestros antepasados, se añade la que han edificado las actuales generaciones, nada despreciable en los planos del pensamiento, de la educación, de la ciencia y de la creación artístico-literaria.
A pesar de los esfuerzos realizados, mucho falta todavía por lograr una plena comprensión de la importancia de los valores patrimoniales. La conmemoración de los aniversarios del surgimiento de nuestras ciudades forma parte de una estrategia diseñada con el propósito de popularizar el reconocimiento del significado de esa herencia recibida. Es un modo de contrarrestar los efectos de las tendencias depredadoras y de comprometer a todos en el respeto al bien público. Se ha incorporado al saber común el reconocimiento de la necesidad de preservar los monumentos edificados en la etapa colonial, pero seguimos arrastrando serias deficiencias en la comprensión de la necesidad primordial de preservar el entorno urbano en su conjunto, el trazado y conservación de calles, plazas y parques, así como el respeto por el entorno edificado en el siglo XX.
A pesar de su alta significación, el concepto de patrimonio desborda en mucho el universo tangible de la ciudad. Tenemos un extenso patrimonio documental depositado en archivos y bibliotecas, muchas veces amenazado por la agresividad de un clima cálido, húmedo, propicio a la proliferación de insectos. La memoria histórica se constituye en factor dinamizador del reconocimiento identitario, cuando su recuperación se renueva a través de una relectura contemporánea. Para disfrutar la sorpresa del redescubrimiento, hay que regresar sistemáticamente a esos papeles polvorientos. Olvidados en un congelador, faltos de sangre y de oxígeno, morirán víctimas de inanición. Somos nosotros con nuestras inquietudes, curiosidades e interrogantes, quienes les devolvemos la vida que alguna vez tuvieron. Del entorno en que habitamos, de los textos acumulados en las bibliotecas, de las obras conservadas en los museos, de las melodías y ritmos registrados en partituras dimanan las esencias espirituales que animan el sentido de lo más profundo de nuestra identidad, hasta acompañarnos más allá de las fronteras de la Isla. Son bienes que comenzaron a acumularse desde que el primer criollo decidió estampar su marca personal en un festejo, en ocasión conmemorativa o en alguno de los numerosos conflictos dilucidados con las autoridades. Son esencias impalpables que se transmiten por vía de la familia, de la escuela y de los medios de comunicación. La preservación de esta riqueza que contribuye a configurar el perfil de lo que somos se produce de manera espontánea. Requiere también el diseño de estrategias para la administración de un bien que no puede sumergirse en el olvido, pero no debe dilapidarse y, mucho menos, vulgarizarse.
Entre tantos tesoros, el más sagrado reside en la vigencia de la palabra martiana. Desde mi punto de vista, el más conmovedor monumento al Apóstol fue construido en el Parque Central por iniciativa de un pueblo que intuía la fuerza incandescente de su palabra, gesto y conducta. Muchos no lo habían leído en aquel entonces, cuando sus textos permanecían inéditos o dispersos en numerosas publicaciones periódicas. Quedaba, sin embargo, la memoria de su palabra viva y del arte desplegado para organizar la guerra necesaria mediante la constitución de la unidad de propósitos desde la base de la sociedad.
El lector cubano dispone en la actualidad de los tomos publicados en su rigurosísima edición crítica. Existen, por lo demás, recopilaciones de textos con ordenamiento temático y el diseño del gradual acercamiento de niños y jóvenes a su obra elaborado por Cintio Vitier. Es un capital que no hemos sabido utilizar. Desgajada de su matriz fecunda, transformada en aforismo con relente de dogma, la reiteración de las mismas frases cercena la curiosidad por conocer, sin intermediación, una obra caracterizada por lo imaginativo, la riqueza de matices, la sagaz penetración en la complejidad del ser humano y la estremecedora lucidez de una mirada que a través del presente intuye las asechanzas del futuro.
Estamos en vísperas de un aniversario de su natalicio. Es momento propicio para interrogarnos acerca del modo más eficaz de administrar la difusión y la presencia viva de su obra. Rescatemos para ponerlas en manos de niños y jóvenes las selecciones antológicas de sus textos. Ahí está su modo de reconocer la valía de los forjadores de la nación, su manera de abrir anchos horizontes a sus contemporáneos, la ternura de sus cartas a María Mantilla, el análisis profético de las conferencias panamericana y monetaria. No me gusta la visión de un José Martí distante, atrincherado en su frente monumental. Prefiero al hombre de la levita gastada, forjada el alma desde su extrema vulnerabilidad.