«Es tan natural todavía, como si no hubiera venido de allá…», le escuché decir a aquella mujer mientras atravesaba una de las calles de mi natal Güira de Melena. Ese pueblo artemiseño, que a no pocos de sus hijos ha visto partir hacia otras naciones, recibe cada fin de año a muchos de los que un día decidieron establecerse lejos de su casa y su familia.
Durante esos días las calles parecen más llenas. En los comercios del pueblo se vende mucho, tanto que hay largas filas fuera y varios productos se pierden de los estantes. Las gasolineras también despachan más, y los carros rentados por turistas nativos abundan en las calles.
Otros viajeros de ocasión renuncian al lujo y prefieren ingresar a la economía familiar ese dinero. A fin de cuentas, ¿qué puede haber mejor que andar a pie disfrutando de los parajes que no se tienen todos los días y se extrañan cada segundo?
También los hay que escogen viajar lejos del campo y regalarse un fin de año en algún hotel adonde llevar a los suyos. Pero yo diría que la mayoría prefiere pasar inadvertida entre muñecones que simulan el Año Viejo y lechoncitas asadas con ese estilo peculiar que siempre imprime el abuelo de la familia. Quizá a una de estas últimas personas se refería aquella señora con la que me topé.
Entiendo su asombro cuando pienso en los emigrantes que molestan por tanta altanería. Aquellos que llegan, en medio de su migración también espiritual, a canjear verdades por baratijas y durante su estancia repugnan con las «bondades del exilio» y alardean de «la vida que se dan».
Claro, duele un poco la punzada del orgullo herido. Claro, una quisiera tener más para dar y necesitar menos de lo que recibe, pero casi parece un intercambio recíproco de nostalgias y añoranzas. Cada quien con sus tesoros. Quienes viven lejos precisan de la compañía familiar y del aire propio. Quienes andan por aquí, a veces desearían un aire acondicionado en medio de tanto calor. Pero a unos les toca la bendición del aire cubano, aunque a ritmo de ventilador, y a otros les sobran las temperaturas frías mientras extrañan un breve apagón en el barrio. ¿Qué se le va a hacer al alma si es tan caprichosamente melancólica?
Las personas no cambian cuando se van, pienso todavía recordando a la señora sorprendida por tanta naturalidad. Quienes se manifiestan de modo contrario fueron siempre así, pero no tuvieron el momento de demostrarlo. El contexto hizo salir su verdadera naturaleza y sacaron a flote ese yo verdadero que hubiese emergido en cualquier otra circunstancia. No depende de que se vayan o no de su país, sino de la ideología y los valores que su tierra y su familia supieron sembrar en ellos.
Eso me respondo unas cuadras después, mientras saludo a un amigo que reside en Canadá hace dos años y me invita a sentarme con él en un banco de nuestro parque de siempre, tan natural «como si no hubiera venido de allá».