A veces me cuestiono por qué escribo tan poco de las y los iluminados, de la gente que regala una sonrisa y humedece la aridez del desierto diario, o con un gesto mínimo de solidaridad aplasta la más enconada desesperanza.
Creo que no les dedico las líneas que merecieran porque hay acciones tan benéficas que fluyen por el espíritu como algo natural; y también porque ese tipo de hombres y mujeres para nada busca agradecimientos, actuar con bondad es su sino.
Al menos yo, militante realista de tantas utopías, reflexiono más sobre quienes, con la urgencia de no sé qué amarguras o carencias, te disparan al pecho la inflexibilidad, la intolerancia, el total desprecio por las necesidades ajenas con el argumento sacrosanto de «ese no es mi problema».
Las y los grises ejercen su cuota de poder, por mínima que sea, con la prepotencia de la tiranía, y te dejan boquiabierta con el «no» que imagino ocupa todo su cerebro, cual semáforo en rojo paralizador de cualquier inclinación hacia la amabilidad.
Ante tales seres y su negatividad desbordada, una se siente frágil, impotente, presa de la rabia más básica; y si entonces no se apela a la serenidad, se puede caer en la misma violencia subrepticia, en igual inhumanidad de quien pretende anularnos.
Por suerte, esa grisura sin fondo no es tan frecuente como para aplastarnos el alma, pero duele cuando aparece en aquel chofer de un evento que no quiere llevarte unas cuadras más allá «porque a él nadie se lo orientó» y te sugiere que las camines sola en medio de la noche; o en la funcionaria que niega su atención sin mirar a los ojos de quien la solicita «porque tiene la agenda muy apretada», y «yo no tengo la culpa de los trabajos que usted pasó para llegar hasta aquí».
Lastima la tranquilidad con que un hombre X escamotea el puesto en el ómnibus a una señora, porque «pura, esto no es un P, aquí no hay asientos para impedidos», amparando su bravuconería en saberse más alto, más fuerte; glacial ante el rechazo de los otros.
Asustan esos seres, apagados en su esencia, que cada amanecer salen a la calle con una mochila de indiferencia, donde no caben los «buenos días» ni las «gracias» y mucho menos el «lo siento» o el «a ver, que te ayudo».
Y habrá quien los justifique con las dificultades que supone buscar el pan nuestro de cada día, o en los mil y un problemas insospechados que pueden esconderse detrás de los ojos y tras la puerta del hogar; pero ¿cuántos héroes y heroínas de la cotidianidad no conocemos?, gente que sonríe e invita a sonreír aunque batalle con los fantasmas de las carencias, las enfermedades propias y ajenas, las pérdidas… y suele ser acicate para el cansancio, impulso para los que se estrenan en la vida adulta, meca adonde se puede peregrinar con la seguridad de que se encontrará al menos una palabra amiga.
Me confieso culpable de no ponerle a la cuota de seres grises que me ha tocado un freno justo, una especie de «componte» (como diría mi madre para definir una invitación tajante a componerse y también comportarse); porque casi nunca sé muy bien cómo reaccionar a esos desplantes. No creo que se trate de responder agresividad con agresividad, sino de hablarles de su insensibilidad, de la manera en que te han «aguado» el día, del modo en que, vertiendo sus «noes» al mundo, lo hacen un lugar más cruel, más solitario.
Sin embargo, casi siempre volvemos a casa rumiando el desconsuelo, repitiéndole a cada ser querido «si te cuento lo que me pasó hoy» y lanzándonos, en busca del desahogo, a relatar la historia y sus interpretaciones. Si, en cambio, les dijéramos todo lo que pensamos a esos especímenes descoloridos, puede que algunos bajasen la cabeza y reconocieran su error; otros, quizá, reaccionarían airados pero en lo más íntimo de su casa afloraría la vergüenza y comenzarían a colorearse de verde, de azul, de rojo, de negro… gente, como toda, con defectos, pero con el color definido que da la virtud.
Y puede que estén los insalvables, aunque ojalá sean los menos y una pueda andar por ahí con la mano tendida, dispuesta a dar y recibir, sin recoger bofetadas metafóricas o silencios displicentes… segura de que no es tan importante ser de esta especie porque hayamos inventado internet, los satélites o las naves espaciales, sino porque podemos ser amables y conmovernos con el mínimo dolor de los demás, con la suerte de las y los otros que siempre es también la nuestra.