Hace unos días, un amigo me invitó a la fiesta de 15 de su única hija. La pasé de maravillas y consumí cuanto quise, incluido el contenido de una botella de tequila, bouquet inédito para mi dipsómano y poco exigente paladar. El anfitrión, al tanto de mi simpatía por el trago fuerte, la puso sobre la mesa con estas palabras: «Ahí tienes, es tuya». Y, a pesar de que le hice los honores hasta dejarla casi exhausta, terminé el convite (¿o combate?) como si tal cosa. Nada, que bebida buena es bebida buena.
Mientras mis seis décadas asistían a distancia y no sin recelo a la juvenil velada, miré con desconcierto en torno mío: atuendos multicolores, teléfonos móviles por doquier, exóticos tatuajes, reguetón a volumen de infarto, frenéticos pasos de baile… Y murmuré para mí: «Ah, los jóvenes de hoy… ¡Qué diferentes estos 15 a aquellos de mi época!». Y con la misma di un doble clic sobre el archivo de mis recuerdos.
Corrían los años 70 del siglo pasado. Por entonces, cumplir 15 años era el primer gran suceso en la vida de una jovencita. Sus padres no se hubieran perdonado pasarlo por alto. Así, solían prepararse por anticipado: un lechón cebándose en el corral, algunas cajas de cerveza ocultas a las tentaciones, un garrafón lleno de vino de arroz, harina de Castilla para cuando se encargara el cake, cajitas de cartón para repartir los alimentos...
Los días previos al cumpleaños eran de vertiginoso correcorre: zapatos nuevos y vestido de vuelos para la quinceañera, contratación de un fotógrafo, coreógrafo y parejas para montar y bailar el vals, invitaciones impresas, un tocadiscos... Pero nada, todo se enfrentaba con buen semblante y mejor disposición. Porque, como amplificaban madres y padres, «¡cualquier cosa menos dejar de celebrarle a la niña su fiestecita de 15!».
Las familias se enrolaban en una competencia que las dejaba casi en ruinas. Era una puja por ver cuáles eran capaces de darles mayor fastuosidad a sus respectivos convites. Llovían las iniciativas: carros para trasladar a las parejas, adornos florales, fotos manipuladas en blanco y negro con la jovencita posando dentro de la pantalla de un televisor... Empero, tenían algo en común: ¡la colaboración de la gente! Daba gusto apreciar aquel sentido de la amistad en vísperas de la celebración.
El minuto esperado era el vals. Las parejas, formadas por amigos de la anfitriona, vestían lo que podían: las hembras con algún modelito hecho de un corte de tela, y los varones con camisas blancas de mangas largas salidas del armario de papá. Bailaban con la música de moda. No podía faltar Los quince, de Paul Anka, un disco de acetato de 33 revoluciones por minuto con canciones de aquel canadiense devenido emblema en las galas juveniles.
En las fiestas de 15 estaban previstos hasta los aguaceros. La parentela tenía a mano piezas de lona para cubrir la calle —sí, porque se celebraban en plena calle— en caso de que el imprevisible San Pedro intentara sabotearlas con una inoportuna remojada. También se le confiaba a un vecino que hiciera de portero, para evitar que alguien se colara sin ser invitado.
Además de la cajita con fiambres, se repartía una cerveza per cápita y se brindaba con bebidas de la época: saoco, menta, anís, crema de Vie…, todo preparado con ron casero. Aun así, nunca se quedaba bien. Al día siguiente, los criterios sobre la fiesta se debatían entre el aplauso y la trompetilla. Los 15 eran así: ganaban o perdían siempre por votación dividida.
Fueron apenas unos instantes los que empleé en mis remembranzas de otrora. Recuerdo que les puse pausa y retorné a la realidad. Vi a aquellos muchachos y muchachas divirtiéndose y disfrutando su momento, a su manera. Y me dije: «Sí, los jóvenes se parecen más a su época que a sus padres. Dentro de tres años mi hija Sofía cumplirá 15. Y 16 meses después le tocará a Beatriz. Debo prepararme para cualquier sorpresa». Suspiré, apuré mi último tequilazo, me despedí de mi anfitrión y regresé a casa convencido de que toda generación tiene su minuto de gloria.