En la muestra Limbo, el negro devora el espacio. Autor: Cortesía del artista Publicado: 12/04/2025 | 06:38 pm
(...) desde sus ventanas oye vivir al mundo y a los hombres
y se sabe excluido, pero no se mata (...)
El lobo estepario, de Herman Hesse
¿Cómo se escribe un manifiesto filosófico desde lo visual? ¿Es posible que la imagen sea el símbolo que señala el camino hacia la introspección de un ser que a gritos canta su anhelo por lo interior, por lo más hondo, lo recóndito, lo morboso del ser? ¿Por lo realmente humano?
La exposición Limbo, del artista visual santiaguero Alejandro Lescay, se erige como un espejo oscuro en el que la soledad se muestra en su forma más cruda, recordándonos al lobo estepario de Hermann Hesse: una criatura errante atrapada entre dos mundos, el de la sociedad y el de su abismo interior. En cada trazo del scratchboard —técnica utilizada por el artista—, se siente el aullido silencioso de un alma que vaga por la vasta estepa del vacío existencial, desgarrada entre su anhelo de pertenecer y su necesidad de aislarse.
Así como Hesse describió al lobo estepario como una entidad partida entre su naturaleza humana y salvaje, Lescay retrata a sus figuras atrapadas en un limbo existencial, en el que la soledad no solo las define, sino que también las redime, despojándolas de todo lo accesorio para exponer su esencia más pura. Porque la soledad no es solo el acto de aislamiento de un ser ante los otros, es en gran medida la distancia que crea el sujeto entre la humanidad y la pulsión más fuerte de lo animal.
En Limbo, el negro devora el espacio, un vacío inmenso que envuelve y absorbe a los personajes. Este negro no es solo un valor; es la ausencia, el olvido, la pérdida misma. Es el peso existencial que el filósofo francés Jean Paul Sartre describe como la náusea —en su obra homónima—, esa revelación angustiante de que los objetos, las personas y uno mismo carecen de un propósito inherente y afirma: «Es esto lo que engaña a la gente: el hombre es siempre un narrador de historias y vive rodeado de ellas. Trata de vivir su vida como si las contara pero hay que escoger: o vivir o contar». Las figuras humanas que representa el artista, aisladas en su entorno, parecen atrapadas en ese estado de lucidez insoportable, enfrentadas a la nada que las rodea y, al mismo tiempo, a su propia fragilidad.
La luz, que rasga el negro con un dramatismo teatral, no es un alivio, sino un revelador. Es la conciencia que expone al ser en su soledad más cruda. Al igual que Roquentin —el protagonista de La nausea—, las figuras de Lescay parecen habitar un espacio donde la presencia de la otredad ha sido borrada o transformada en un reflejo distante. No están solas porque carezcan de compañía, sino porque han perdido la conexión con aquello que les otorgaba sentido: la mirada del otro.
Sartre nos enseña que la soledad no es simplemente la ausencia del otro, sino el enfrentamiento con uno mismo en su forma más desnuda. En la muestra de obras presentadas por el artista, los personajes están inmersos en un espacio donde la otredad se diluye en la inmensidad del negro, dejándolos frente a la angustia de su propia existencia. Rasgar la superficie negra para exponer el blanco es un acto que imita la búsqueda
filosófica: se retira la máscara del mundo para descubrir algo más profundo. Lo realmente incómodo no es saber que vemos a través de espejuelos, sino creer que detrás hay ojos —diría el filósofo Jacques Derridá—, por esto, lo que se encuentra no siempre consuela. Aquí, la soledad no es un estado accidental, sino una condición inherente al ser. Las figuras humanas, esculpidas en luz, son testigos de sí mismas en un espacio que no les ofrece refugio ni distracción. El scratchboard, como técnica, intensifica esta reflexión en el que la existencia es una lucha constante entre el vacío y la necesidad de darle forma, entre la nada y el ser. En cada trazo, las obras parecen recordarnos por momento a este filosofo referido a principios del párrafo que afirma: «El hombre es condenado a ser libre».
En el diálogo entre soledad e identidad, la otredad juega un papel central. Sartre argumenta que el «yo» se define en gran medida por el «otro»; la mirada ajena nos otorga un sentido de ser. Sin embargo, en Limbo, la otredad está ausente o, al menos, es inalcanzable. Las figuras no interactúan con nada más allá de sí mismas, y el vacío que las rodea refuerza su aislamiento. Este espacio es un espejo oscuro que devuelve solo la presencia del yo, despojándolo de las certezas que la interacción con el otro podría proporcionar.
Sin embargo, esta ausencia del otro no significa su negación. Por el contrario, la soledad de las figuras es más evidente porque el otro está implícitamente presente en su ausencia. En cierta medida se convierte en un eco, una sombra invisible que define el contorno de la identidad al mismo tiempo que la deja incompleta. En este sentido, la exposición explora no solo la soledad del individuo, sino también la del otro como espejo roto de nuestra propia existencia.
La luz en las obras de Lescay no es simplemente un recurso estético; es un símbolo de la lucha por existir, de la resistencia frente al vacío. La teatralidad de los contrastes recuerda a un escenario donde cada figura es protagonista de su propia tragedia existencial. La luz no redime, pero otorga forma; es el acto de ser observado, aunque sea por uno mismo. En este juego de luces y sombras, se insinúa una verdad sartreana: el ser para sí mismo está siempre en conflicto con el ser para el otro. Esta claridad otorgada a las piezas por el valor blanco no solo revela, sino que también aísla. Enmarcadas por la oscuridad, las figuras parecen atrapadas en un foco, expuestas y vulnerables, cautivas por la pura contingencia de su existencia, incapaz de encontrar consuelo en nada más allá de sí mismas.
El aislamiento que define las obras también plantea una reflexión sobre la relación entre el yo y la otredad. En la muestra expositiva, las figuras parecen habitar un espacio donde la distancia hacia el otro se ha vuelto insalvable. Esta distancia no es solo física, sino ontológica: el otro ha dejado de ser un punto de referencia estable y se ha transformado en una ausencia que define, paradójicamente, la identidad del yo.
A pesar de la desolación que impregna Limbo, las obras también sugieren que la soledad puede ser un espacio de creación. Al igual que Roquentin descubre que debe inventar su propio significado en un mundo que no se lo proporciona, las figuras realizadas por el artista parecen estar en un proceso similar. La técnica del scratchboard, con su necesidad de rasgar para revelar, refuerza esta idea: la luz no está dada; debe ser extraída, construida, creada.
Como en La náusea, las obras nos recuerdan que la soledad no es algo que se pueda evitar, sino algo que debe enfrentarse. Es en esa confrontación donde se encuentra la posibilidad de crear significado, de rasgar la oscuridad para revelar una luz que, aunque efímera, es profundamente humana. Las obras nos muestran que la soledad no es el fin, sino el comienzo de un viaje hacia la comprensión de nosotros mismos y de nuestra relación con los demás.
Limbo, de Alejandro Lescay, se despliega como un umbral suspendido entre el ser y la nada, un espejo donde el negro insondable de la soledad devora incluso la última sombra de compañía. Las figuras, atrapadas en la densidad bidimensional, son náufragos en un océano de tinieblas, recordándonos la viscosidad existencial de La náusea, en que la realidad misma parece gotear lentamente, cubriéndolo todo con una película de aislamiento. Y, como el lobo estepario de Hesse, cada trazo es un aullido que rasga la noche del alma, un intento por escapar del abismo interno, mientras la luz, desgajada de la oscuridad, se convierte en un faro que apenas roza la carne de lo humano. Aquí, el espectador no solo observa: es arrastrado al limbo, condenado a vagar en un espacio donde el tiempo pierde forma, donde el silencio grita y las ausencias se vuelven presencias. Lescay no solo dibuja la soledad, la engendra, la moldea, la convierte en un laberinto en el que uno se encuentra cara a cara con su reflejo más crudo. En esta estepa, el espectador aúlla con las figuras, siente el peso de su propia náusea y, como ellos, se descubre perdido en un limbo que no permite escapar ni olvidar porque en el mundo de la soledad, la entrada es solo para locos, y cuesta la razón.
(*) Licenciado en Historia del Arte.