¿Cómo nacen las pasiones? ¿A qué día y a qué hora? ¿Qué vientos las avivan? A veces un hermano enciende la chispa y eso le pasó a Ezequiel. A los siete años ya tenía el alambre en sus manos, y desde entonces no ha hecho más que ascender.
El arte de academia le ha resultado esquivo. Algunos no saben ver el «callado estruendo de las cosas» del que hablara Lezama. Los esquemas suelen ser tósigos. El alma, entonces, se refugia en sí misma; pero el manantial sigue manando, el río desborda el cauce, la corriente se torna indetenible...
Ezequiel Díaz Ruiz tiene 21 años. Es guantanamero. Aunque ha asistido a algunos talleres, aunque el año pasado expuso en la Casa de la Cultura Rubén López Sabariego —allí, en el corazón del Guaso—, su talento ha crecido esencialmente con cada latido. Su carácter autodidacta, impresiona. Y su mirada. Hay en ella una nobleza que no alcanzo, una concentración que asusta.
¿A dónde irá, qué mundos lo invaden mientras hace nacer del alambre la mítica Venus sin brazos, el tocororo, la insignia del Real Madrid, a Michael Jackson? ¿Al Hombre Araña, a la Torre Eifell; incluso, al Martí del parque de Guantánamo?
Ezequiel anda con su nombre profético. Explora, mira con denuedo cada imagen para que los detalles le penetren. No hablo de perfección, hablo de estirpe. Las peticiones van creciendo. El artista sostiene un duelo con su musa. Y con el «alambre de teléfono» que no le basta, que no aparece.
Este muchacho necesita ayuda.
Me ha enseñado esas obras en su celular. Estos tiempos son así, pero no me conformo. Lo que uno quiere ha de tocarlo. Entro a su casa en la calle Cuartel No. 853 entre Aguilera y Crombet. Entro a su humilde cuarto, a su taller. Y allí, como si nada, frente a mí, teje la Torre de Pisa... Más allá veo el esbozo de lo que debe ser el Taj Mahal.
Y yo que solo tengo el silencio, que solo tengo palabras, anoto en el papel, trazo en el aire; imagino su vuelo, imagino sus manos prodigiosas. Lo imagino en grande. (Tomado del blog La isla y la espina)