Un acto instantáneo se produce cuando alguien toma entre sus manos un teléfono móvil —de los táctiles, de esos que adentro tienen colores perfectos y nos invitan a un viaje alucinado por el mundo virtual—: mientras el usuario se sumerge en una dimensión que parece líquida, el resto de su especie, la de la realidad, va desapareciendo hasta que él se convierte en viajero solitario.
Para nadie es un secreto que entre los más beneficiados por la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca están los periodistas y comediantes de este país. Los innumerables programas de entrevistas que diariamente se transmiten por las cadenas nacionales de Estados Unidos tienen un tema asegurado con el cual cubrir parte de la duración de los mismos.
José Antonio Fernández de Castro es el nombre del premio que se concede a los periodistas del sector cultural. Poco se sabe, sin embargo, de la trayectoria fulgurante y efímera de este singular personaje. Emergió en el contexto de la Primera Vanguardia y del Grupo Minorista, fenómenos que contribuyeron a configurar el entorno de los años 20 en la Cuba del pasado siglo. Perteneció a la generación de intelectuales que impulsó, en la práctica concreta, la renovación de los lenguajes artísticos, la redefinición de los auténticos valores de la cultura nacional mediante el rescate de las tradiciones populares hasta entonces soslayadas, a la vez que hacía sentir su voz en la arena pública, tomando partido en favor de una raigal transformación de la sociedad. Inconformes y abiertos al mundo, el doble impacto de la Revolución de Octubre y de la que se había desencadenado en el vecino territorio de México afianzó en los intelectuales la conciencia de la necesidad de barrer las huellas del coloniaje. Para lograr ese propósito, cultura, sociedad y política debían estar estrechamente entrelazadas.
Esta reflexión comienza con una historia real: en cierta farmacia de la capital un paciente solicita el medicamento que lo sacará de la crisis en que ha caído su sistema digestivo y de un dolor casi insoportable que le ha hecho salir a la calle a pesar de que el médico ha ordenado reposo absoluto.
¿Quieres escuchar rock and roll? Clásicos de otras épocas, de Los Beatles y de otras bandas que causaron furor años atrás… ¿Te interesa disfrutarlo a la manera de músicos cubanos? En 17 y 6, Vedado, en La Habana… Ese es el lugar ideal para ello. El Submarino Amarillo te recibe, de lunes a lunes, y créeme, te sentirás a gusto por muchas razones.
Las acciones insensatas atesoran un kilométrico remate de consecuencias funestas incluidas hasta las que costaron la vida a sus protagonistas, esos privados de poder exclamar, como otros que navegaron con mejor suerte después del soberbio susto, ¡Qué locura cometí!
El exceso de ruido es un mal enquistado profundamente en la sociedad cubana contemporánea. Sus embestidas sobrevienen en cualquier parte y a cualquier hora. Hace poco, en medio de una atiborrada cola en un mercado agropecuario, una mujer vociferó un «¡oyeeeeee, Julita, ven, que ya nos toca comprar...!» tan estridente y sostenido que casi nos pulveriza los tímpanos a quienes estábamos en sus proximidades.
La polémica sobre la tenencia de armas en Estados Unidos se ha estado poniendo al rojo vivo. Las numerosas y reiteradas masacres que durante largos años han estado ocurriendo están dejando sin argumentos y contra la pared a los millones de ciudadanos que, en este país, apoyan la Segunda Enmienda de la Constitución, esa que le da el derecho a todas las personas que aquí habitan a poseer un arma de fuego.
Mario, Elianis, Cristina, Pedro…, el nombre quizás no importa, su quehacer como pioneros este domingo se resume en pocas palabras y en un gran compromiso: custodiar las urnas. Todos son protagonistas por derecho propio de nuestras elecciones y representan la justeza del proyecto social cubano que defendemos.
Imperativo, el timbre del teléfono estremeció la noche. Una amiga me comunicaba que, al parecer, Batista había entrado en Columbia. Sentí como si la vida se me hubiera suspendido en el aire. Intuía que algo terrible se anunciaba para el futuro del país y que mi propio destino se llenaba de interrogantes. Estaba a punto de terminar mis estudios universitarios y poco faltaba para la celebración de elecciones. Iba a votar por primera vez, aunque no tenía mucha confianza en que algo esencial cambiaría con el triunfo probable del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo). Después de la muerte de Chibás, las disensiones entre el grupo heterogéneo de dirigentes de la organización política eran previsibles. Para encaminar el rumbo de la nación se requerían transformaciones radicales, más allá de la necesidad de frenar la corrupción imperante. Pero el cuartelazo proponía el regreso a tiempos de sangre y represión, en línea con las dictaduras que definían entonces el panorama de la América Latina.