Dibujemos una parábola. Y como a toda parábola, habrá que interpretarla. Recordemos, por tanto, que los últimos 60 años experimentaron encrucijadas, resistencia, combates armados, debates políticos, pérdidas insustituibles. El discurrir cotidiano golpeó, por momentos, con el odio de carencias extremas, la saña de imprevistas caídas ante horizontes que parecían ahogarse en noches sin libros o sin música.
Con retardo respondo a una petición a la que debí adelantarme: pergeñar unas líneas sobre el sentido de la Revolución en mi vida. El carácter sustantivo, antonomásico del término revolución puede ocultar que se trata de aquella que triunfó el 1º de enero de 1959, dos años y medio antes de mi nacimiento. Así que crecí en ella, con padres implicados en la transformación y, tras su temprano divorcio, con una madre que llevaba sus bases en cada uno de los roles que asumió. Fue una prueba difícil. Durante mucho tiempo la Revolución y mi madre fueron una, por lo que a ambas sufrieron abundantes descargos de mis rebeldías —de infancia a adolescencia a juventud— y por igual asumieron las culpas de la otra y el propio amor que conservaban. Defender sus bases y criticar parte de sus tácticas en medio de una burocracia que se plantaba como asistencialista y sedentaria cerraba puertas y me convertía en heraldo de peligros.
El siglo XXI atraviesa uno de los peores dramas de la historia: la especie humana continúa padeciendo de un grave peligro: el de su extinción, y la crisis humanística alcanza efectos insospechados. La humanidad tiene ansias de justicia y es preciso mantener viva la lucha por la paz como referente esencial en tiempos definitorios: salvamos la humanidad o morimos en el intento. Es un llamado desde la cosmovisión martiana como síntesis de la tradición humanística de nuestro pueblo; y más recientemente, de la proclama de América Latina y el Caribe como Zona de paz en la Cumbre de la Celac, efectuada en La Habana en 2014.
Tres días después del asesinato de 17 personas en un preuniversitario en el sur de La Florida, se llevó a cabo una exposición de armas en un local situado a menos de una hora de distancia en automóvil al sur del lugar de los sucesos. En la exposición se exhibían armas de todo tipo, desde algunas de bajo calibre, hasta rifles de asalto como el famoso AR15.
Autor de El principito, Antoine de Saint–Exupéry fue uno de los pioneros de la aviación comercial. Gran parte de su obra literaria se inspira en la experiencia de los pilotos que se aventuraban en aparatos de pequeño porte para volar a baja altura y escasa velocidad. Los accidentes se producían con frecuencia, pero la precariedad del vehículo favorecía que, en muchas ocasiones, pudieran escapar a la muerte. Uno de sus relatos narra la historia de un colega iniciador de los vuelos trasandinos. El avión cayó en un alto picacho cubierto de nieves perpetuas. Sin saber dónde se encontraba, carente de recursos, el navegante no tenía otra alternativa que caminar sin descanso y sin rumbo. El tiempo transcurría y el agotamiento se volvía insostenible. Echarse a dormir un rato lo llevaría a perecer congelado. Tuvo la tentación de hacerlo. Recordó entonces que, de no aparecer el cadáver, sus allegados no tendrían derecho a reclamar el seguro. Optó entonces por dejarse rodar por la ladera del monte. Llegó de ese modo a un valle donde pudo ser rescatado. El poder de la subjetividad lo había dotado de la energía que permite sobreponerse a las circunstancias más adversas.
El problema de un buen lector sería saber por qué relee y qué relee. ¿O habrá que aclarar antes por qué uno lee esto y no aquello, y relee aquello y no esto? Antes, como es obvio, hay que leer. Han dicho, y no recuerdo quiénes, que un narrador o un ensayista recrea a sus antecesores; este comentarista diría que también prefigura a sus lectores. Un poeta, para ceñirnos al tema anunciado, también lleva en sí la potencialidad de engendrar a los lectores del futuro.
«Se dice fácil 37 días, pero hay que ver en qué condiciones vivió esos 37 días. Cuánto tiene que haberse acordado del hijo, de la esposa, de la hermana, de los padres, de los familiares, de los compañeros. ¿Qué pasaría por su mente? Me pregunto a veces si habría podido percatarse del enorme interés que mostró nuestro pueblo por su salud y por su vida», decía el Comandante en Jefe Fidel cuando recordaba las últimas semanas que vivió el joven Rolando Pérez Quintosa.
Una de las experiencias más impactantes que he tenido fue la oportunidad de vivir de cerca las elecciones presidenciales en una nación muy similar a Cuba en lo geográfico y demográfico, pero con historias y sistemas políticos muy diferentes. Especialmente, el día en que pude presenciar el paso de una caravana partidista.
Hace poco más de una semana, la ralea anticubana de Miami, asalariados del Gobierno norteamericano, recibieron en Miami a Luis Almagro, el impresentable Secretario General de la desprestigiada Organización de Estados Americanos, la políticamente inservible OEA. Muchos adjetivos calificativos en una oración, ¿verdad? Claro que, no están ahí por capricho ni con ánimo de ofender ni tan siquiera para llenar espacios, sino porque, realmente, son imprescindibles. Todos son muy bien merecidos.
Cada mañana, bien temprano, llego a mi centro de trabajo. Es una institución patrimonial consagrada a la preservación y estudio de la obra de Alejo Carpentier, el narrador cubano de más alta jerarquía internacional, uno de los impulsores de la renovación literaria de Nuestra América. A la que fue su casa, sede actual de la Fundación que lleva su nombre, acuden especialistas procedentes de distintos lugares del mundo con el propósito de consultar la documentación que allí preservamos, constituida por textos inéditos y por una extensa papelería reveladora de claves esenciales de su proceso de creación, todo ello organizado por nuestros investigadores, capacitados para ofrecer asesoría pertinente a los visitantes. La complejidad de la tarea exige suma concentración, favorecida por el indispensable silencio.