El problema de un buen lector sería saber por qué relee y qué relee. ¿O habrá que aclarar antes por qué uno lee esto y no aquello, y relee aquello y no esto? Antes, como es obvio, hay que leer. Han dicho, y no recuerdo quiénes, que un narrador o un ensayista recrea a sus antecesores; este comentarista diría que también prefigura a sus lectores. Un poeta, para ceñirnos al tema anunciado, también lleva en sí la potencialidad de engendrar a los lectores del futuro.
No sorprende que un poema pierda actualidad, y permanezca solo como una señal pétrea del paso de su autor por la historiografía literaria. Y por ello la pregunta que ahora vendría a completar las intenciones de esos lugares comunes sería esta: ¿Tendrá relación el año de nacimiento del poeta con la perdurabilidad de un poema?
El poeta escribe en un tiempo: su tiempo, en que adquirió las ideas definitivas, las influencias decisivas. Pero parte de los lectores posibles leen en el mismo tiempo, y también los potenciales lectores del futuro cambian con respecto a sus antecesores. Y vendríamos a admitir, pues, que el poema pierde vigencia en cada generación entrante: se va con las salientes. ¿Será verdad esta presunción, este análisis fundado sobre las cronologías?
Tal vez la respuesta más pronta sea sí, puesto que el poema, sus conceptos, sus imágenes y el gusto que las prefiere cambian con el tiempo. Una corrección habría que hacer, sin embargo: no es la poesía la que cambia sino la forma de la poesía. La poesía, ese misterio que pocos se han atrevido a develar afrontando el riesgo de maltratarlo, es algo distinto a la forma aunque sean dialécticamente inseparables, como los brazos, los pies, la cabeza no es el ser; uno se siente distinto de su cuerpo, y si faltara un miembro, el hombre o la mujer continúan percibiéndose enteros desde dentro. «No hay más poesía que la realizada en el poema», dijo Jorge Guillén en una carta fechada en Valladolid el viernes santo de 1926. Y abstrayéndome de todos los demás argumentos, el Guillén español parece afirmar que, si el poema colecta la poesía con los aderezos de su tiempo, en cualquier tiempo venidero podrá leerse y sentirse.
Mi gusto se queja de alguna poesía, o lo que por ella se pueda entender, de la actualidad y del país donde vivo. Le falta, por lo común, según la defino, la sonoridad, el ritmo, la síntesis con que el tejido interno se traduce en su textura externa. No muchos de los poetas que cuentan mi edad me colman; y menos aun, muchos de los poetas a los que les doblo la edad. Pero, porque me sean indiferentes, no he de calificarlos de anticuados, fuera de tiempo. Ni he de incluirme entre los retrasados o atrasados. La poesía, como he intentado demostrar, es lo que permanece en cualquier tiempo. Cuando el colombiano Gómez Restrepo compuso este verso: (…) «tenía la ancha sonrisa del maíz», pudo haber sido ayer u hoy, o hace 80 años: la impresión, la sugerencia poética permanece.
¿Será cierto que hay muchas poesías, es decir, numerosas y cambiantes esencias poéticas? ¿O tendremos que averiguar si lo que leemos hoy o leímos en siglos pasados es esa sustancia que, sin precisarse, aún resuena en el discurso del Abate Brémond en la Academia Francesa cuando preguntaba qué cosa es al fin la poesía?
Me parece que aún no hemos dado con la definición, puesto que la factura también se extravía enrutando la responsabilidad del poeta en una aventura de experimentación. Y si empezamos hablando de relecturas, uno de los libros que releo es Los conjurados, de Borges. A mi sentir, nos envuelve en la atmósfera de lo último, lo definitivo, pues lo publicó en 1985, un año antes de fallecer. Y tanto en la dedicatoria y el prólogo, como en varios de esos poemas que oscilan en la diversidad formal en estrofas y medidas, el polémico autor de La Historia universal de la infamia dejó, como una especie de última voluntad literaria, de sabiduría testamentaria, algunas líneas que subrayo y vuelvo a subrayar, porque proponen respuestas a lo que parece carecer de explicaciones aceptables. Por ejemplo, esta, que asumo como una norma: «En el poema, la cadencia y el ambiente de una palabra pueden pesar más que el sentido».