Dibujemos una parábola. Y como a toda parábola, habrá que interpretarla. Recordemos, por tanto, que los últimos 60 años experimentaron encrucijadas, resistencia, combates armados, debates políticos, pérdidas insustituibles. El discurrir cotidiano golpeó, por momentos, con el odio de carencias extremas, la saña de imprevistas caídas ante horizontes que parecían ahogarse en noches sin libros o sin música.
Unos sucumbieron ante puentes levantados con las tentaciones de la plata. Lo más preclaro del pueblo comprendió, sin embargo, que la independencia política y la justicia social no se construían con las dádivas de los que insisten en incinerar la última semilla y la última flor del socialismo en Cuba.
La disyuntiva se presentaba en lo militar y lo económico: entre tener patria o morir. Morir o vivir soñando con que el pueblo poseyera esta isla nuestra, sin compartirla con marines que profanaran en inglés nuestras mujeres y estatuas. Esta isla nuestra, pequeña según la geografía, extensa según los patrones de la sicología y la moral patrióticas del cubano, e inmensa como las ilusiones que silban sus contraseñas desde nuestro ideal de plenitud humana.
Hoy, unos parecemos cansados. Otros mañana nos reaniman. Afrontamos un litigio de cierta ambivalencia ante retrasos en la resolución de problemas que parecen persistir a pesar de remedios que, al tardarse, se traducen como nuevas inquietudes. La historia nos hace atravesar un golfo de preguntas: ¿Lograremos rehabilitar vías enmaniguadas; llegaremos a acatar, comprender hasta abajo y aplicar sin rendijas fórmulas nuevas, distintas a las que el hábito convirtió en mentalidad, hoy envejecida y por tanto inadecuada para la recomposición que nos piden estos tiempos distintos?
Lo sugiero: no nos fiemos de los cristales que guiñan sus vanaglorias bajo el sol y sobre las arenas del pasado. Estamos dentro del conflicto —actual, íntimo y colectivo— que dirimen la esperanza y la frustración. Ambas no pueden convivir. El duelo, si terminara parejamente, nos dejará en el mismo sitio. Que gane la esperanza. La frustración equivaldría al comején de la mala madera.
La esperanza, que es virtud humana, social, política, nos compele a renovar y exaltar los ideales de libertad y bienestar heredados de la república diseñada por Martí y rescatada por Fidel. Y cómo abrillantar aquellos empeños sin liberarnos de nuestros defectos, de nuestra proclividad al error, de nuestra apatía. Tal vez logremos exaltar, sobre todo, la certeza de que hoy la fraternidad y la solidaridad, el trabajo honrado, el cumplimiento de las leyes podrá acercarnos a nuevas etapas de mejoramiento ético, económico, social.
Cuando paso cerca de alguna serranía, reservas y defensas naturales de nuestra nación, el paisaje azulenco parece decir: no, compatriotas: la libertad, la independencia, la justicia y la abundancia, no se conquistan de una vez. Cada día nos exige otro paso que busque el porvenir en el presente. Sobre todo hoy, cuando nuestro país trata de articular un orden económico adaptado a lo posible y útil. La voluntad, el querer a todo trance, necesita del pulso y del tacto que evalúen el obstáculo, que prevean cuándo una aparente solución generará otros problemas. Aún notamos irreflexión; todavía alguna reciente medida con el empeño de introducir control para mejorar, no se adelanta a sus inconsecuencias, y además de intranquilidad, condiciona desazón al poner coto al mal con papeleos, restricciones y ubicando a los culpables entre las víctimas.
Aún la ética ciudadana y la ética del trabajo no rigen toda la conducta en los nuevos espacios económicos, ni benefician con la solidaridad todas las aspiraciones colectivas y los medios para realizarlas. ¿En qué habré de pensar: en lo que me darán o facilitarán, o en lo que daré para merecerlo?
En voz baja propongo reflexionar sobre cuánto debemos entregar a Cuba. A mis, a tus, a nuestros compatriotas. Meditemos dirigentes, estudiantes, maestros, profesionales, obreros industriales y agrícolas, campesinos, trabajadores por cuenta propia: Fijémonos, en particular, en esta última categoría: laborar individualmente no significa trabajar contra los demás, ni desconectados de nuestros conciudadanos y los afanes de la nación.
Tampoco conducir el trabajo de todos implica que, en vez de facilitarlo, lo restrinjamos con los dedos ásperos del concepto burocrático, que convierte la mano derecha en única señal de tránsito: Pare. Lamentamos, sobre todo, que intente persistir como un poste destinado al sacrificio de las mejores voluntades.
Andar o no andar, esa es la nueva cuestión.