Una de las experiencias más impactantes que he tenido fue la oportunidad de vivir de cerca las elecciones presidenciales en una nación muy similar a Cuba en lo geográfico y demográfico, pero con historias y sistemas políticos muy diferentes. Especialmente, el día en que pude presenciar el paso de una caravana partidista.
En un acto típico en Latinoamérica, se cierran las calles y avenidas en determinada zona de la ciudad, se montan tarimas llenas de banderas con enormes bocinas y bailarinas vestidas con los colores del partido de marras. Gentes con micrófonos vociferan consignas y animan a los seguidores.
Arranca la caravana y lo primero que me llamó la atención fue el lujo de los automóviles. En el más grande iba el candidato con su vicepresidenta; en el próximo, su esposa con sus hijos, y en los siguientes un séquito casi interminable de aspirantes a funcionarios en orden decreciente.
A su paso se agolpaba la gente del pueblo. Chocaba el contraste entre los ricos que iban en los autos y los pobres que corrían tras ellos, alargando los brazos, para estrecharles las manos. Pensaba yo que era para eso, para saludar al futuro presidente. Pero no. Cuando uno se fija más de cerca es que se percata del objetivo de los que son empujados por los guardias de la caravana.
La verdadera intención es pasarle, si logran llegar hasta él, un pedazo de papel, pequeño, estrujado, casi nunca en un sobre, arrancado de una libreta muchas veces y escrito con letra infantil, casi a duras penas.
Ahí le piden cuanta cosa debería proveer un Estado a sus ciudadanos y no ocurre: un medicamento para sus hijos, una operación para poder caminar, un tratamiento contra el cáncer, una beca para estudiar, un trabajo, una vivienda que no se inunde, una silla de ruedas gratis, una prótesis, un marcapasos, una vista recuperada.
El candidato va pasando los papelitos a un ayudante que va detrás, ubicado especialmente para eso, y la gente se va con la mínima esperanza de que al menos logró darle el papelito. De esa forma, una vez que es presidente, o al que lo era mientras, o al anterior y al próximo, y al anterior del anterior y al próximo del próximo, les seguían y les siguen dando papelitos.
En Cuba nadie entrega papelitos.
Cuando la gente se acercaba a Fidel, o se acerca a Raúl, es para simplemente darle la mano, un beso o mirarlo. ¿Cuántos brazos vimos estirados, los que rondamos los 30 o 40 años, tratando de darles un papelito? Ninguno.
Eso no significa que en la historia de Cuba no existieron épocas en que la gente daba papelitos a los políticos, a los presidentes, a los alcaldes, a los concejales. Esa costumbre se arraigaba en la antigua República, donde el político, tan amable, por supuesto, tan en contacto con el pueblo, con las masas, tomaba sonriente los papelitos.
Todavía al principio, en el 59, en los tempranos 60, el pueblo mantenía la costumbre de pasar papelitos a los dirigentes de la Revolución. Ahí están las fotos de Camilo o del propio Fidel, con los bolsillos de las camisas verdeolivo llenos de peticiones.
¿Y después que pasó? ¿Acaso dejó la gente de tener problemas o de necesitar ayuda?
No, pero se crearon mecanismos para recibir todas esas solicitudes. Con instituciones para atenderlas, a veces con insuficiencia, porque no hay forma humana de hacer el milagro de los panes y los peces.
La Constitución de 1940 ya mencionaba este derecho, pero era muy difícil en un país con altos índices de analfabetismo y poca escolaridad que un derecho como ese pudiera ser ejercido masivamente.
La gente más necesitada aprendió a escribir y escribieron, no en un papelito estrujado, ni en una hoja de libreta sino en una carta, con un sobre, con remitente y destinatario, con cargo, sello de timbre y por correo. Por si fuera poco con copia de recibido.
No sobre las mismas cosas que antes se mencionaban, porque esas se consideraron elementales y fueron en lo posible nacionalmente satisfechas, sino para emitir todo tipo de quejas sobre instituciones, funcionarios y empresas estatales.
La Constitución vigente de 1976, ya en un nuevo contexto social, señala en su artículo 63: «Todo ciudadano tiene derecho a dirigir quejas y peticiones a las autoridades y a recibir la atención o respuestas pertinentes y en plazo adecuado, conforme a la ley».
Así que en Cuba cualquiera dice: «Voy a escribir al municipio, y si no me resuelven, me quejo a la provincia, y si no me atienden, voy al ministerio (y de paso a un par de periódicos) y si no me hacen caso, le escribo a Raúl».
No digo que no exista, ante determinadas circunstancias, una posible percepción de no solución, e incluso de cierto desamparo o inacción institucional, pero en nuestro país es muy diferente a la magnitud en que eso se vive en Latinoamérica, donde esa sensación de desamparo para quienes la conocen, es aplastante.
Si bien es cierto que se debe crear una mejor comunicación pública e imagen institucional de nuestros órganos estatales y gubernamentales, existe una abismal diferencia entre el ejercicio de la ciudadanía que se hace con un papelito y el que se practica en las condiciones que se conciben en Cuba.
Aun cuando los detractores furibundos de su nación y del efecto transformador de la Revolución Cubana no quieran o no puedan verlo, o los que solo ven las manchas en el Sol, o los que apremiados por el día a día y sus dificultades no vemos esas cosas que están ahí, mejorables es cierto, pero que no están por obra y gracia, sino porque se crearon.
Los cubanos que aspiran a una Cuba mejor, viven hoy en esta Cuba de las cartas y no en aquella de los papelitos.
(Publicado originalmente en el blog La Joven Cuba y editado para Juventud Rebelde)