El exceso de ruido es un mal enquistado profundamente en la sociedad cubana contemporánea. Sus embestidas sobrevienen en cualquier parte y a cualquier hora. Hace poco, en medio de una atiborrada cola en un mercado agropecuario, una mujer vociferó un «¡oyeeeeee, Julita, ven, que ya nos toca comprar...!» tan estridente y sostenido que casi nos pulveriza los tímpanos a quienes estábamos en sus proximidades.
El alarido funcionó como una enorme caja de resonancia. Si las miradas mataran, la gritona hubiera caído fulminada en el acto. Ella olfateó la atmósfera de hostilidad a su alrededor. Pero apenas se inmutó. Es más: creo que hasta lo consideró como un halago a su capacidad vocal. Sí, personas hay que parecen tener la sensibilidad blindada cuando se trata de valorar el alcance de sus actos.
Todos hemos sido testigos de situaciones parecidas en la calle, el edificio, la guagua, la esquina... Asistimos al atropello de patrones de convivencia mundialmente aceptados. Los cromañones de hoy los pisotean con ensañamiento brutal. «No cojas lucha, compadre, los cubanos somos así, bullangueros», me replicó un amigo cuando le comenté el asunto. Me niego a aceptar tan endeble argumento.
Los especialistas consideran al ruido como una modalidad agresiva de contaminación ambiental. Y con mucha razón, porque, ¿acaso no hay demasiada algarabía en nuestra cotidianidad? Tan pronto abandona uno la cama y gana la calle, la enfrenta en toda su crudeza. Ruidos de automóviles, personas, fábricas, radios... ¡de cuanta cosa hay!
Muchos son inevitables y debemos resignarnos a convivir con ellos, pues se trata del precio que pagamos por los imperativos de la modernidad. Pero otros son fruto de la indolencia de quienes los generan sin pensar en el prójimo. Como ciertos bicitaxis, devenidos verdaderas discotecas rodantes. Sus dueños muestran propensión por el horario de la madrugada para poner a todo volumen las grabadoras montadas a bordo. Los pregoneros no les van a la zaga, en especial los vendedores de pan. Es una desconsideración, principalmente con quienes necesitan dormir luego de cumplir su jornada laboral.
¿Y qué me dicen de los equipos de música, puestos a máxima capacidad por sus propietarios a toda hora y sin motivo justificado? No hay derecho, sencillamente. Los festejos por un cumpleaños, una boda, una conmemoración pasan hasta la medianoche. Pero no tenemos por qué tolerarlos hasta el amanecer. Lo peor es que no se aprecia una aplicación consecuente de las leyes por quienes deben hacerlo.
Las legislaciones en torno al asunto abundan. En especial, cito el Decreto Ley 141/1988, un texto que regula las contravenciones del orden interior. Dice en su Artículo 1: «contraviene el orden público quien perturbe la tranquilidad de los vecinos, especialmente en horas de la noche, mediante el uso abusivo de aparatos electrónicos, o con otros ruidos molestos e innecesarios; celebre fiestas en su domicilio después de la una de la madrugada turbando la tranquilidad de los vecinos sin permiso de las autoridades competentes».
Por su parte, la Ley 81 del Medio Ambiente, del 11 de julio de 1997, en su capítulo III, artículo 174, se pronuncia sobre los sonidos, ruidos, vibraciones y otros factores físicos que pueden afectar al entorno y la salud humana o dañar la calidad de vida pública.
El exceso de ruido deja más de una secuela, pues trasciende la simple molestia o la mera agresión. En lo fisiológico, afecta la capacidad auditiva, con su correspondiente impacto en la calidad de vida del perjudicado. También interfiere la comunicación, perturba el sueño, genera irritación, afecta el rendimiento, provoca agresividad, eleva la presión arterial y hasta deprime el sistema inmunológico. No hay derecho alguno a someter a los demás a semejantes torturas.
Según la Organización Mundial de la Salud, el oído humano está concebido para soportar, cuando más, 120 decibeles. ¡Y es esa la cifra que brama desde las bocinas de un equipo de música en su rango más elevado! La propia organización recomienda un entorno sonoro de 30 decibeles para que se pueda conciliar bien el sueño, y 50 para desempeñar bien una labor determinada en situaciones de vigilia.
En casi todos los países del mundo existen legislaciones para regular el ruido. Algunos de sus artículos llegan, incluso, hasta la prohibición terminantemente de descargar los inodoros o de accionar las duchas a altas horas de la noche. No hay impunidad con los infractores, a quienes se les aplica todo el peso de las leyes.
En Cuba también hay regulaciones al respecto y están identificados los organismos que deben aplicarlas. Pero, evidentemente, falta mayor acción. El derecho a divertirse es legítimo. Solo que los derechos terminan cuando comienzan los derechos de los demás.