Un acto instantáneo se produce cuando alguien toma entre sus manos un teléfono móvil —de los táctiles, de esos que adentro tienen colores perfectos y nos invitan a un viaje alucinado por el mundo virtual—: mientras el usuario se sumerge en una dimensión que parece líquida, el resto de su especie, la de la realidad, va desapareciendo hasta que él se convierte en viajero solitario.
La magia de la abstracción puede acontecer en el contacto con otros soportes digitales; y el asunto no preocuparía si esos dispositivos fuesen caminos modernos para el enriquecimiento espiritual, ese que inevitablemente incluye la comunicación rostro a rostro entre los seres humanos.
Hace unos días presencié cómo una oftalmóloga aconsejó a una madre no dejar que su hija estuviese por más de tres horas junto a su tableta electrónica. La especialista hablaba de evitar desgastes en la visión y otros trastornos. Ante sí, la madre tenía el reto de batallar contra una costumbre que provoca en la niña los influjos de una droga potente. Recordé entonces la historia sobre el efecto que un teléfono móvil ejercía en cierta adolescente que, no más abrir sus ojos, antes de tomar agua o buscar la luz del día, buscaba en la interioridad de su celular con desespero asombroso.
En numerosas conversaciones con amigos y colegas he expresado mi opinión acerca de que negar las ventajas de los nuevos cauces tecnológicos sería un absurdo. Está bien que la información fluya más velozmente y que toda distancia se acorte por la maravilla de una llamada o de un mensaje.
Lo que debería disparar las alarmas es la posibilidad de que las nuevas tecnologías nos empobrezcan la existencia y que el Hombre, en vez de regentarlas, se convirtiese en esclavo de ellas. Lo peligroso está en que nos desentrenemos de la comunicación en primer plano; en que no ponderemos y cultivemos el arte de la oratoria; en que naveguemos por internet sin saber a dónde llevar nuestro bote o sin saber de qué fuentes seguras nutrirnos para fortalecer y argumentar nuestra visión del mundo.
Por ahí andan, para mi espanto, bárbaros con tecnología «de punta», más orondos mientras mayor sea el artefacto tecnológico que se haga notar por debajo de los bolsillos en la ropa del día. Habría que preguntarles qué verdades atesoran sus caros dispositivos.
Mucha literatura y filmografía han abordado la encrucijada de convertirnos, o no, en subordinados inconscientes de la tecnología. Al final de las tramas, en medio de cataclismos y apagones binarios, lo que siempre queda en pie, desnuda y salvadora, es la condición humana y expresiones como la risa, una mirada brillante, o el llanto, las cuales no han podido ser replicadas ni por las máquinas más potentes.
Incapaz de negar mi condición analógica, siendo una mujer que se abruma con «aparatos» que parecen estar soñados para los hijos del siglo XXI y no para seres fronterizos como yo —a quienes ha tocado vivir inmersos en la agonía de fronteras temporales, en el duro traspaso de lo que muchos denominan cambio de época—, propongo a mis semejantes meditar sobre el asunto: lo que nos hará mejores, así lo veo humildemente, serán las esencias que podamos transmitir de generación en generación, las brújulas éticas y los sentimientos que cultivemos desde la fami- lia y desde la escuela, especialmente desde los primeros años de escolaridad.
Un hombre o una mujer cultos encontrarán en los androides simples herramientas para agilizar la vida, pero tendrán siempre, como carta de presentación, la urgencia de hacerse entender, la capacidad de interconectar sucesos y de explicarlos con las mejores palabras. Tendrán siempre el privilegio y el deber de expresarse desde los afectos, desde el conocimiento y el sentido común.
No importa que el mun- do, y nosotros con él, viva el desarrollo vertiginoso de la ciencia y sea cada vez más esa suerte de aldea global en que los puntos más distantes parecen estar al alcance de una orden electrónica: en Cuba, Isla tan intensa y particular, tan espiritual, esta cuestión de cómo ser, de cuán ignorantes o sabios viajaremos de un día al otro, tendrá que seguir gravitando sobre nuestras principales preocupaciones y esperanzas.