Actúan a cara limpia para revender mercancías en cualquier lugar y al precio que se les antoje, y lo peor es que muchísimos asumen que no incurren en ninguna ilegalidad.
Desde lejos calculas que cabes. Montas, das unos pasos —entre empujón y atropello— y te metes en un «huequito». Desde que subes te pegas a la pantalla del celular. Es tu forma de evadirte del tumulto de gente, de ignorar al muchacho que te empuja para sentarse antes de que le quites el asiento, y así poder sumirse en su propia pantalla. Es tu modo de entretenerte mientras el P-16 avanza lento por 23, camino a la vuelta de G.
No les voy a echar la culpa a estos tiempos en que los terrícolas nacen ya con el amor con fecha de caducidad. Es un signo de la modernidad. Es un daño que no pudo arreglársele a la gente de mi generación, la cual no acaba de comprender que el agradecimiento, la capacidad de ser agradecidos, no resulta una señal de «tornillo flojo», de error de fábrica.
Alguna vez hablé en la radio sobre el haikú. Y hoy retorno al tema para comentar un bolsilibro, es decir, un volumen de pequeño formato dedicado a esa estrofa mínima, sintética y concisa de la literatura japonesa. Tanto la selección como la introducción pertenecen a Esteban Llorach Ramos. El sello editorial corresponde a Gente Nueva.
Tras el espectáculo del mandatario Donald Trump en su discurso ante el Congreso sobre el Estado de la Unión, de hace pocas semanas, recordé aquel filme de 1940 dirigido y actuado por Charles Chaplin, titulado El gran dictador, una condena y sátira al fascismo y al nazismo hitleriano.
La conversación con aquel jóven tuvo lugar mientras se transmitía, en un televisor de la cafetería, la escena del ahorcamiento y linchamiento del filme El hombre de Maisinicú (1973). Es el largometraje en el que Sergio Corrieri actúa como aquel administrador de una finca en el Escambray, cuya osadía permitió desactivar a más de una banda de alzados a comienzos de la Revolución y que fue asesinado por quienes asolaron el país entre 1959 y 1965.
La detención de un execrable pedófilo, acusado de violar en Santiago de Cuba a una niña de ocho años, quien tras el abominable hecho merodeaba sin escrúpulos por las calles, provocando la indignación de vecinos de esta oriental ciudad, desde hace unos días se manipula sin parar en las redes sociales digitales.
Uno de los mejores antídotos del cubano frente a la adversidad, incluso contra lo que considera excesivo o ridículo, es su fino, ocurrente y cáustico sentido del humor. Él sabe brillar poniéndole colores a la vida, haciendo notar que hay un universo de asuntos risibles, en los cuales vale la pena solazarse para luego, estremecido por la risa y por una lectura alegre de la existencia, seguir adelante.
Todavía niño, aquel indio, movido por el afán de superación, abandonó el terruño y marchó a la ciudad. Allí aprendió el español, se adueñó de los latines y de las lenguas modernas y entró en el complejo universo del Derecho, animado por la búsqueda de principios de justicia. Desde su legendario coche, Benito Juárez afrontó la anacrónica invasión francesa promovida por Napoleón III —Napoleón el pequeño, según Víctor Hugo—, destinada a imponer en el Gobierno de México a Maximiliano de Austria, fusilado en Querétaro.
Sobre las ocho de la mañana, cuando no tenía primer turno, Ana Cairo Ballester entraba a la Biblioteca Nacional medio encorvada y con su bolso al hombro. Quienes la conocían un poco sabían la ruta casi segura de ese camino: la 2da. planta, donde se encuentra la Sala Cubana, o hacia el extremo izquierdo: un espacio diminuto, muy íntimo llamado la Sala Martí y que, sin importar las temperaturas del verano o el invierno, no pierde su ambiente acogedor.