A veces cierro los ojos y me remonto al regazo de mi abuelita. Cruzo el umbral del tiempo y vuelvo a ser su «rey»; recibo mimos y caricias; me apretujo a su piel, desvaída por los años, pero con un efluvio cálido; degusto la friolera de golosinas que siempre traía al regresar de la calle; escucho desde sus piernas a Estelvina y Sandalio, la voz incólume de Marlon Alarcón en Nocturno, y la radionovela del momento, en la que el galán impenitente —la mayoría de las ocasiones con nombre compuesto y rítmico— pelea por el amor de una suave doncella.
De los más diversos lugares nos llegan noticias acerca de la labor desplegada, en gesto solidario, por los médicos y enfermeros cubanos. Sin embargo, el anuncio de la presencia de un grupo de galenos en Turín removió lo más profundo de mi memoria y de mis sentimientos. Era el espacio de los apacibles juegos de mi infancia, el sitio donde aprendí las primeras letras, el paisaje de anchas avenidas arboladas adosado al perfil nevado de los Alpes, la ciudad del caminar bajo los acogedores portales de Vía Roma para tomar luego el camino hacia las orillas del Po, el punto de partida de mi abuelo cuando marchó a la emigración con el propósito de hacer fortuna en América.
En las colas, ese inevitable apéndice del día a día del cubano, piden el último con asiduidad el oportunismo y la indisciplina. Acompañan a coleros y revendedores en sus búsquedas para acaparar cuanta mercancía surten y luego, a la vista de todos, expenderla con precios de espanto.
Tengo un ejemplo a mano, ¿uno más?, de cómo las costumbres a veces se llevan en la golilla el actuar razonable y juicioso en el cotidiano transcurrir de la existencia.
Dos anécdotas impulsan estas líneas, que pudieran continuarse en otros textos periodísticos. Ambas ocurrieron en la misma ciudad, aunque probablemente tengan réplicas en varios puntos del país.
En uno de sus antológicos reportajes, publicado en los años iniciales de la Operación Carlota, Gabriel García Márquez reveló que Henry Kissinger, el entonces secretario de Estado del presidente norteamericano Gerald Ford, andaba consternado al descubrir la presencia internacionalista de Cuba en Angola.
En el intento por historiar la década fundadora de los 60 del pasado siglo, muchos se detienen en las polémicas culturales que animaron la etapa y que condujeron a la formulación de las bases conceptuales para el establecimiento de una política en ese terreno.
Hace algunos años era común escuchar esta frase cuando había algún convite, reunión, convocatoria laboral, movilización, evento... Se hacía más efectiva a la hora de repartir la merienda. El encargado, caja de panes en mano, te servía según la cifra que tú le dijeras, sin poner reparos. El pan podía ser con croqueta, tortilla, mortadella, jamonada, queso, frita, medallón, mantequilla, picadillo, mayonesa, hamburguesa, tomate, aceite… Y la actividad social en la que tú participabas al frente de un grupo de amigos, tu familia, gente de la cuadra, club de afiliados… podía ser una excursión a la playa, un campismo, un desfile, al trabajo voluntario, un festival… ¡cuánta diversidad, e intercambio social!
Micromachismos; violencia simbólica, física, sicológica, sexual, económica, patrimonial; vejación, maltrato infantil, homofobia, prostitución masculina, bullying o acoso escolar, persistencia de conductas heterosexistas e ideologías patriarcales y violencia ejercida de las mujeres hacia los hombres… estuvieron entre los flagelos que durante 11 martes abordó la segunda temporada del dramatizado televisivo Rompiendo el Silencio, transmitido por un canal de alta audiencia en un horario de poca concurrencia de público.
Volví del Escambray incitado por evocaciones de lo que allá viví en la adolescencia, aunque solo me adentré en su espesura muchos años después, a cazar la noticia o, más exactamente, a contarla con la dicha del debutante afortunado.