RAFAEL Cárdenas, de Artemisa, me escribe al periódico. En síntesis, él está convencido de que la falta de sentido crítico corroe cotidianamente nuestra vida social. Dice que hay quien vive en un pequeño mundo de desazón y desencanto. Que se queja sistemática y superficialmente de la calle, del transporte, de la burocracia, del costo de la vida, del trabajo, de la salud, de la mala fe de los demás, del calor y de la sequía. Hay quien da a ciegas la culpa de todo al otro y vira la espalda. Hay quien confunde la ética con la estupidez, la felicidad con las cosas y la política con lo que mejor le sirve. También, quien descalifica las ideologías en razón de algunos que se apropiaron de estas y repiten meras consignas en las que no creen.
«¡Qué payaso!», pensaba cuando Víctor salía tras un batazo, y después de cogerlo agitaba la mano enguantada y explotaba en brutales alaridos, o bien seguía hasta las cercas y se colgaba de ellas como un chiquillo presuntuoso.
No sé si es una exageración suya o un chiste trágico sobre los comienzos del llamado período especial cuando, en buen cubano, los soviéticos nos quitaron la escalera y nos quedamos prendidos de la brocha... apenas sin pintura.
Deberíamos aplicarle cierta dosis de la «metafísica» de Descartes a la política. Tal vez se cuestionará el sentido de semejante proposición a estas alturas, cuando la filosofía ha visto bajar más corrientes que el Nilo, azuzada por los incontables vendavales de este mundo.
Fue un reconocido árbitro quien, hace un año, lo contó con un sufrimiento interminable, salido de bien adentro.
MIAMI.— La tortura se define como «un acto de causar daño físico o psicológico intencionalmente como venganza por un hecho cometido por la víctima o meramente para el entretenimiento del torturador». Este daño se puede causar de diversas maneras. La tortura está condenada en el Artículo 5 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Las 191 vidas arrancadas de cuajo por las bombas que estallaron en cuatro de los trenes de cercanías de Madrid, el 11 de marzo de 2004, valían menos que los votos que tres días después esperaban cosechar.
Hay hechos que no se olvidan aunque los años les pasen por encima. Yo tengo grabado en la memoria como el primer día aquello que ocurrió en Manatí un día del mes de mayo de 1968. Ninguno de los testigos ha olvidado un detalle, porque fue una reacción exagerada, absurda y multitudinaria. ¡Ah, las pasiones...! Cuando se desatan y embisten en tromba no hay muro que las pueda controlar. Abstráigase por unos minutos, lector, e imagine...
El titular en la portada de El Nuevo Herald, en su edición del miércoles 5 de abril, me causa pena ajena. «Piden ayuda para niño con problemas visuales», dice la «compasiva» nota, para referirse al drama de un pequeño venezolano, Alfred Cárdenas, que ha llegado con sus padres a Miami, para que unos médicos salvadores lo ayuden a no quedarse ciego.
Fueron dos los atentados en Argel, la capital. Uno, contra el Palacio de Gobierno, dejó 12 muertos, entre ellos una mujer embarazada y dos niños. En el segundo, el objetivo fue una comisaría policial, y 12 personas quedaron tendidas en un charco de sangre. Más de 200 recibieron heridas.