No sé si es una exageración suya o un chiste trágico sobre los comienzos del llamado período especial cuando, en buen cubano, los soviéticos nos quitaron la escalera y nos quedamos prendidos de la brocha... apenas sin pintura.
Me contaba un estomatólogo amigo sobre una señora que, al conocer la noticia de la caída del campo socialista, corrió a su consulta y se hizo una prótesis general superior antes de que comenzaran a escasear los productos. Su esposo tenía un negocio privado de fotografía en el zaguán de su casa y ella, con esa picaresca genética que como pimienta en grano llevamos dentro, ideó el «gran negocio»: alquilar, por cinco pesos, su «sonrisa» a aquellos clientes que estuvieran desdentados.
¡No os asombréis! Si no le doy total credibilidad al asunto, tampoco me atrevo a negarlo a sabiendas de que si García Márquez se hubiese atrevido a escribir un libro sobre historias cubanas, Macondo, con su fabulado y fabuloso mundo de mariposas amarillas, colas de cerdo y levitaciones, habría quedado como una nimiedad simple ante tan rica y diversa realidad que traspasa todo límite creativo de supervivencia.
Quise conocer, entonces, el desenlace de la historia. Mi amigo, que había pegado sus dedos en cruz frente a los labios para que le creyera, y me juró hasta por su madrecita, dice que el «negocio» se le vino abajo. La gente solo pedía hacerse fotos de pasaporte o carné de identidad. Ella, que era bocona, no solo de palabras sino también de maxilares, no logró muchos clientes satisfechos entre aquellos que se atrevieron a tamaña aventura. Quedaban con una forzada sonrisa, aunque pretendieran cerrar los labios, lo cual, sin lugar a dudas, era un impedimento para una foto de trámite oficial.
Desde que el daguerrotipo instauró su reino de sombras y luz las fotos gozaron de una solemnidad señorial. Heredada actitud de los pintores de época en que tan solo la «trajinada» Mona Lisa, de Da Vinci, se atrevió a esbozar una sonrisa; y mire todo el guirigay de especulaciones que desató y, aún, desata.
No me dejarán mentir quienes por ahí, todavía, guardan alguna foto familiar de sus tatarabuelos. Tiesos como tusas, miraban a la cámara con la seriedad propia de estar ante el «maligno» invento capaz de detener el tiempo en un trozo de papel. Me atrevería a decir que era una actitud moral. Una imagen, en aquel entonces, era un testamento para la posteridad y había que dejar bien sentado, para los descendientes, que provenían de una raíz familiar sin tachaduras. De ahí que hasta los más pobres alquilaran levitas y bombines para atrapar una supuesta era de holgura y austeridad espiritual.
Ahora no. Ahora todo es un «relajo». Entre tanto marasmo de modernidad nadie sabe quién fue el primer «iconoclasta, desvergonzado e irresponsable» que se rió ante una cámara rompiendo así con una tradición patriarcal. Y nos hemos ido entonces al otro extremo.
Desde la «simpática» frase acuñada por los fotógrafos para que el niño atienda en una tortuosa sesión fotográfica de cumpleaños: «Mira, mira el pajarito y sonríe», hasta en la más trivial de las imágenes de una digital de lujo, usted tiene siempre que aparecer con la «cajetilla afuera» o, de lo contrario, quien la mire interpretará que estabas enojado o triste. Y nadie quiere quedar como el «sangrón» de la fiesta. Mas, cuando se trata de una foto oficial, volvemos a la abadía de Wiltshire donde se encontró el primer negativo de la historia fotográfica allá por 1815.
Si va a renovar usted su Carné de Identidad o su pasaporte, las resoluciones establecen una jerigonza de normativas: fotos de tanto por tanto, cabeza levemente ladeada o mirando al frente, y con una condición sine qua non: estar serio.
Pero ahí no termina todo. Nosotros los columnistas, en los periódicos, generalmente aparecemos meditativos y con cara de ser buscados por la policía. Una sonrisa puede delatarle, ante el lector, como burlón o mentiroso (¿?). Las imágenes de un movimiento de cuadros o el nombramiento oficial de un secretariado obrero poseen cierto aire funerario que desmiente, tras las fotos, el mérito humano, la creatividad y el entusiasmo que llevó a tal designación. Y uno se pregunta por qué. Dónde está la justificación real del hecho o si somos presa de una tradición donde parece que llevamos dos países al hombro. Uno, el que nos sofoca con su ardor caribeño y nos hace sonreír hasta en los momentos más trágicos y definitorios de nuestra existencia cuando aparece Pepito, como conciencia burlona, a salvarnos de nuestros propios esquemas. El otro, el que nos retrata como esquimales, con el ceño fruncido, a la caza de la foca.
¿No nos estaremos negando, con mecanismos burocráticos como estos, en una identidad a veces desdibujada por el pomposo encartonamiento? Como en otras latitudes, debería ser el ciudadano quien decide si sonríe o permanece seco en un documento que ampare o acredite cualquier tipo de trámite. Eso no nos resta seriedad, al contrario; nos da más libertad para defender lo que somos y en lo que creemos.