Hay hechos que no se olvidan aunque los años les pasen por encima. Yo tengo grabado en la memoria como el primer día aquello que ocurrió en Manatí un día del mes de mayo de 1968. Ninguno de los testigos ha olvidado un detalle, porque fue una reacción exagerada, absurda y multitudinaria. ¡Ah, las pasiones...! Cuando se desatan y embisten en tromba no hay muro que las pueda controlar. Abstráigase por unos minutos, lector, e imagine...
Es media tarde y dentro de minutos se jugará otra jornada del Campeonato Nacional de fútbol de primera categoría entre el equipo local y el de La Habana. No cabe un alma en las decrépitas gradas del estadio Ovidio Torres. Los aficionados claman a gritos —entre «ronazos» y blasfemias—por una victoria del once anfitrión sobre su enconado y tradicional adversario. ¡Siempre ha sido así!
La rivalidad entre el conjunto oriental y el capitalino hace del encuentro no solo un plato cotizado que todos quieren saborear, sino también una bomba de tiempo, capaz de estallar ante el más intrascendente motivo en cualquiera de los 90 minutos del partido. En efecto, la atmósfera en las graderías parece cargada de alta tensión. Pero, ¿lo habrá percibido en toda su magnitud el árbitro principal Cristóbal Martínez?
Comienza el juego y la calidad de ambos conjuntos se pone enseguida de manifiesto. De ello dan fe las maniobras llenas de talento e imaginación de los jugadores cuando atacan o defienden. Apenas se han jugado 15 minutos y el público comienza a dar indicios de enojo. ¿Razones? El colegiado se «equivoca» con demasiada frecuencia en favor del cuadro de la capital.
Transcurre el primer tiempo y las pifias legales en perjuicio de los de casa se suceden. «Fuiiiiiii», suena el silbato, casi siempre para penar una «falta» manatiense. «Fuiiiiiii», silban las decisiones los inconformes, es decir, la mayoría de los presentes. El bullicio es ensordecedor, homogéneo, amenazante... «Aquí va a pasar algo muy grave hoy», asegura alguien a mi lado. Y así fue.
Segundo tiempo. Cierta jugada de dudosa legitimidad afecta particularmente al once local. ¡Rechifla, insultos, maldiciones, agravios contra el colegiado! Otro fallo discutible y la multitud condena al hombre vestido de negro. Desde las gradas, un imprudente lanza la primera voz. Y entonces cientos de fanáticos se lanzan, se atropellan a toda carrera tras el pobre Cristóbal, quien, luego de un instante de vacilación, toma las de Villadiego, convencido de que su vida depende de la velocidad que sea capaz de imprimirle a sus piernas.
Echa a correr como un bólido hacia un potrero colindante. En la estampida bota silbato, tacos, tarjetas y hasta la sortija del anular de su mano derecha. Pasa ni se sabe cómo por debajo de una cerca y deja un jirón del traje en los alambres de púas. Se refugia en la casa del difunto Yeyo Barroso, desde cuyo patio la turba clama venganza. Tiene que intervenir la fuerza del orden público para que no lo linchen. En la noche Cristóbal abandona el pueblo bajo fuerte custodia.
Pasaron muuuchos años, y en Manatí —¡ahh, qué tiempos aquellos...!— se siguió jugando fútbol de nivel. Cristóbal prosiguió también su carrera de árbitro por buena parte de Cuba. Solo que —¿previsión o rencor?— no volvió a pitar jamás un partido que tuviera por sede la popular cancha del Ovidio Torres.
Después de varios lustros, alguien reconoció que aquella vez se había ido demasiado lejos con Cristóbal. «¡Se nos fue la mano!», admitió. Y he aquí que la Dirección Municipal de Deportes le cursó una invitación especial para que visitara Manatí. Pero no en calidad de colegiado principal para dirigir un encuentro amistoso, sino como huésped distinguido del pueblo. Además, se le ofrecieron garantías absolutas de que el incidente ya estaba olvidado.
Cristóbal aceptó de buen grado el acto de desagravio y durante un par de días confraternizó con sus antiguos inquisidores. Quienes lo acosaron entonces, ahora lo abrazaron. Hubo un minuto de gran emotividad: en ceremonia pública, y para su sorpresa, le fue devuelta la sortija perdida aquella tarde de frenesí. La había conservado a guisa de trofeo un protagonista de los hechos. Cristóbal se emocionó como no se imaginan y hasta ensayó un discurso de gratitud.
Y entonces alguien habló por los anfitriones. Y reflexionó sobre el pasado y el presente. Y yo, que aquel día de 1968 también corrí... delante de mi papá, quien trataba de darle alcance a mis 13 años para salvarme de aquella locura, me pregunté cuánto vale un pueblo cuando sabe reconocer sus errores.