Alguien incapaz de asumir la dialéctica y de abandonar comodidades mentales, masculla aprensiones y temores con la apertura al trabajo no estatal, como si el país fuera a atomizarse en tenderetes y vendutas. Como si ensayáramos una nanocaricatura de capitalismo.
«Se permuta». Decide alguien colocar el anuncio en el espacio exterior, el más visible del hogar. Y una vez dado ese paso tremendo se desatan todo tipo de aventuras, desventuras, averiguaciones y desenlaces mientras se persigue la suerte de cambiar una morada por otra.
Todo está fríamente calculado. La apuesta de Washington por expandir su presencia en el continente asiático ubica entre sus prioridades las estrechas relaciones con Australia. El nuevo paso en ese sentido dejó claro el rumbo y, sospechosamente, desde el secretario de Defensa estadounidense, Robert Gates, hasta Kevin Rudd, ministro de Exteriores de la isla continente, insistieron en que no se trataba de medidas para «contener» el avance de la República Popular China.
La moda de la intolerancia no ha pasado. Aun los intolerados de ayer responden intolerantemente a cuantos una vez los intoleraron o estimaron ellos que los intoleraban, que en este asunto va siendo también difícil discernir quién intolera para defenderse o quien provoca la intolerancia para asumir el crédito de mártir o víctima. De cualquier modo, la palabra y la acción que condensa son condenables. Y su origen uno no sabe dónde hallarlo porque la Historia Universal se jalona con las intolerancias de diverso tipo: personal, política cultural, racial, religiosa, de clase… Y la que me interesa ahora: la intolerancia para dialogar o debatir.
Un amigo sindicalista francés, implicado en las huelgas contra la elevación de la edad de la jubilación —pese a las cuales, el Gobierno del presidente Nicolás Sarkozy se salió con la suya—, me asegura que sus coterráneos echarán al mandatario en las próximas elecciones y que, mientras tanto, continuarán con sus demostraciones de calle, normalmente bastante «moviditas» —enfrentamientos con la policía incluidos.
Creo que nunca reparé en el hecho de cuán enlazada está nuestra vida a los parques. En ocasiones —no pocas—, la vorágine existencial del día a día nos aleja de esos pequeños edenes de árboles siempre dispuestos a abrazarnos, y solo tomamos una pausa en esos dominios cuando la fatiga y el cansancio nos hacen sentir que la gravedad ejerce sobre nosotros una fuerza descomunal.
Por simplista que es, muchas veces cuesta trabajo entender la forma de actuar del electorado norteamericano. Funciona con la inmediatez de lo último que pasa, pensando solamente en lo que tiene enfrente en el momento de votar. Se comporta volátil, variable y, por lo tanto, fácil de cambiar de bando a última hora. Solo mira el presente. El pasado no le importa y el futuro no le interesa. Apenas hay tiempo para el análisis racional, por lo que una cara bonita, una idea superficial o una frase pegajosa, supera cualquier propuesta seria y profunda. La frase que un político acuñó sobre el pueblo cubano, de que teníamos poca memoria, habría que, en realidad y justeza, aplicársela al pueblo de este país. Las multitudes que acuden a las urnas en Estados Unidos no se detienen ni un minuto en pensar quién creó las bases para su situación actual, sino quién la está manejando en el momento de emitir su voto.
Se acerca por el pasillo coincidente, y sin permiso, desenfadado, posa una mano sobre un hombro, pregunta hasta por mi familia que ni conoce, desliza algún cuentecito, un chiste o una frase graciosa de repertorios, entre sonrisas a flor de labios. Tanta es la simpatía que consigue proyectar, que uno casi llega a desdibujar de la memoria la merecida imagen de un interlocutor negligente, irresponsable, ausentista, o marañero, y hasta tal vez consiga perdonarle sus faltas graves, por aquello que muchos sostienen con exceso de ligereza de que en el país de la ciguaraya, cualquier cosa puede perdonarse menos caer pesado.
El inusitado verbo lo bautizó hace unos días un estudioso de la economía nacional. Lo hizo luego de analizar los difíciles trances que padece nuestra agricultura. Esta no logra remontar su estancamiento pese a los estímulos de los últimos años, en los que fue ubicada políticamente como asunto de seguridad nacional.
Mientras las noticias muestran las cartas meteorológicas cruzadas por sucesivos, diversos y probables destinos para el primer ciclón del año, el ómnibus me deja en el sitio donde los Puentes Grandes terminan y la Calzada Real se bifurca con la acrobacia de casi siempre.