«Se permuta». Decide alguien colocar el anuncio en el espacio exterior, el más visible del hogar. Y una vez dado ese paso tremendo se desatan todo tipo de aventuras, desventuras, averiguaciones y desenlaces mientras se persigue la suerte de cambiar una morada por otra.
Imaginación y suspicacia del cubano brillan con todo esplendor si de gestiones para permutar se trata. Imaginativos son aquellos que, para atraer interesados, casi describen una casa que no existe: «amplia, muy iluminada, con excelente vista a la calle…». Y cuando se acercan quienes habían escuchado las señas, encuentran un recinto más bien estrecho, donde el sol visita poco, y la vista a la calle es una ventana discreta por la cual se advierte un panorama aburrido.
El visitante termina haciendo una pregunta: ¿por qué el refrigerador está subido sobre un murito tan alto de cemento? «Bueno —responde el interpelado— es para que no lo afecte la humedad». Y el visitante, si es despierto, cae en la cuenta de que allí las inundaciones han sido bíblicas…
Con todo y eso, entre cubanos la permuta suele ser un suceso que despierta el entusiasmo más intenso. La búsqueda de la nueva casa puede obsesionar a algunos que están dispuestos a jugarse su suerte en permutas triples o en cadenas más largas por cuenta de las cuales María va para casa de Juan, este para donde está Pedro, y así sucesivamente, hasta que el círculo se cierra en una operación altamente compleja y sincronizada, de camiones llenos que van y vienen con cajas de cartón y muebles.
Unos quieren ampliarse; otros reducirse; otros buscan garaje; y otros, sencillamente quieren volver a vivir la estresante y delirante experiencia de la permuta. Lo trascendente es que cualquiera puede entrar a ese universo, y a veces a través de puertas casi imperceptibles. Basta con que alguien le diga: ¿Está aquí porque quiere permutar? Y el curioso asiente y además está dispuesto a responder la segunda pregunta inevitable: ¿Y usted qué ofrece?
No se detiene el cubano ante esa tentación de traspasar puertas ajenas y ponerse a mirar si los techos están buenos, si las paredes son macizas o plagadas de huecos, si hay agua durante todo el día o hay que resolver la situación poniendo tanques por doquier. Frases muy simpáticas pueden ser escuchadas cuando alguien advierte a un conocido sobre el peligro de caer en una casa cuyos defectos están sumergidos bajo una fachadita con pintura fresca: «Aguanta —se dice con frecuencia— que eso es una vieja con colorete».
Y hay que tener cuidado con ciertos ciudadanos que un día deciden permutar, quienes se despiden con tanta nostalgia de la casa que dejarán, que hasta las ventanas quieren llevarse. Y los que gustan de la discreción, a tal punto, que deciden mudarse de madrugada. Hay mucho de excesos en esto de cambiar espacios, incluida la curiosidad de quienes no quieren perderse el acomodo de objetos íntimos en camión ajeno; o la diligencia tan cubana por cuenta de la cual alguien que iba a buscar el pan nuestro de cada día olvidó su misión doméstica para ayudar en el ascenso de un piano de cola…
En fin… que somos los reyes de la permuta; y que cuando alguien decide anunciar su voluntad de probar suerte cambiando de espacios, se dispone a avanzar, como el corredor de fondo, por un camino de peripecias, desvelos y terquedades, dentro de esta Isla preñada de notas únicas, imposibles de ser replicadas en cualquier otro laboratorio de este mundo.