La Revolución Cubana acaba de cerrar un ciclo trascendental de su historia, y de abrir paréntesis hacia otro más largo, complejo y decisivo.
Hace unos pocos domingos atrás, en medio de una atiborrada cola en un mercado agropecuario, una mujer vociferó un «¡oyeeeeee, Julita, ven, que ya nos toca comprar…!», tan estridente y sostenido que casi nos pulveriza los tímpanos a quienes estábamos próximos a ella.
Mis ojos, que gozaron de tantos momentos de esplendor, de tan seguro 20-20, que incluso leían en el crepúsculo, sin luz, no pueden ya leer o ver TV sin las lentes. Soy un hombre a unos espejuelos pegados sin tener una nariz superlativa, según palabras del señor don Francisco de Quevedo.
Una escena del filme La batalla de Argel quedó impresa en mi memoria hace más de 20 años: los colonialistas franceses se dirigían por altavoces a una multitud de argelinos y los instaban a no sumarse a la insurgencia. «Ustedes son ciudadanos franceses», «Francia es su patria», les decían quienes al final terminaron saliendo del país árabe como bola por tronera.
La imagen del avestruz como sinónimo de miedo, indiferencia, torpeza parece haber entrado en extinción. Quién, entre nosotros, no habrá actuado alguna vez imitando a esa ave zancuda que acuesta la cabeza a ras del suelo —es decir, no la introduce en un hueco— para ignorar la piedra que amenaza caer. Y acaso también habremos mostrado el descontento, cuando algún compañero ha entrado en nuestra oficina, y manoseando una lista envejecida de asuntos aún sin solucionar, le hemos dicho: Chico, cuándo vendrás aquí sin un problema entre manos.
Cuenta la historia que cuando el investigador italiano Antonio Raimondi llegó a Perú en el siglo XIX y vislumbró tanta riqueza rodeada por una extrema pobreza, expresó: «el Perú es un mendigo sentado en un banco de oro».
Literalmente, Ciego de Ávila ruge. Por primera vez en su historia, la provincia discute su oro en la pelota cubana, y desde los confines de la costa y los bosques de la Loma de Cunagua hasta las riberas de Palo Alto la exclamación de júbilo se enseñoreó en el terruño cuando sacamos el último out a Granma. Fue algo de varios minutos, y en los barrios de la ciudad fue imposible descifrar si los vítores eran de niños o adultos. Era, a fin de cuentas, la alegría de un pueblo.
A los de mi tiempo nos toca seguir abrazando montañas, porque la aventura de la Revolución no termina, continúa, y falta bastante ladera y quebrada por recorrer.
Un héroe de Girón me dijo hace un par de días que a menudo sentía nostalgia de aquellos días en que con solo 20 años, dirigió una batería de morteros y combatía sonriendo, porque estaban intactas todas sus utopías.
Qué tozudez… El tiempo se agota y sigo buscando de por vida aquellos «sonidos del silencio» que, en voz de Simon and Garfunkel, marcaron mi adolescencia con un lirismo provocador. No me rindo. Intento todavía descubrir «gente hablando sin conversar, gente oyendo sin escuchar», como describía surrealistamente el inolvidable dúo nortemericano.