Mis ojos, que gozaron de tantos momentos de esplendor, de tan seguro 20-20, que incluso leían en el crepúsculo, sin luz, no pueden ya leer o ver TV sin las lentes. Soy un hombre a unos espejuelos pegados sin tener una nariz superlativa, según palabras del señor don Francisco de Quevedo.
Superlativas son, en cambio, las limitaciones de andar metiéndose a viejo, única condena que uno recibe sin que un tribunal lo sentencie. Viene como la lectura que alguna gitana etérea y eterna te echa sobre la mano bajo el primer tajo de luz al nacer. Y no yerra cuando lee entre las líneas arrugaditas un vaticinio inexorable: Te irás poniendo viejo. Porque uno envejece desde el primer día, pero llegar a viejo, ah, eso a veces es una suerte que no les toca a cuantos se quedan a medias.
Los viejos, por tanto, son conquistadores del tiempo; los supervivientes que cuentan los días que ya no cuentan. Los jóvenes —y todo el que tenga 15 años más que yo, definió un geriatra, es viejo— suelen minimizar la presencia imprescindible de los viejos. Lo aprendí en medio de la vergüenza. Hace 31 años manejaba yo auto nuevo, un Lada casi alado, y bajando por la calle L, en el Vedado, delante de mí, por la carrilera del medio, renqueaba un «almendrón», que entonces no los llamábamos así, y aceleré y me le escapé por la izquierda gritándole al chofer, tan usado como su auto: Los viejos pa’la orilla. Y el hombre me alcanzó ante la roja de Línea y me dijo: Oiga, jovencito, estos viejos llevan mucha gente al hospital y al trabajo. Entonces, desde Prado hasta Marianao te cobraban un peso, un descomunal peso…
Con esa filosofía de consideraciones, voy consumiendo lo que me queda. Y aún echo mi alarde cuando me encuentro con un vecino en las escaleras de casa, porque el elevador también se encangreja por viejo, y le paso por el lado dando zancadas de dos en dos escalones. Y alguno me pregunta cómo lo puedes hacer, tú, que no puedes disimular que eres tan viejo como yo, y le digo, caramba, si fumas, y bebes, ¿también quieres subir escaleras corriendo, con aire y sin dolores precordiales?
Petulancia a un lado, voy aprendiendo a ser viejo. Ya casi sé elegir el sitio apropiado, que no es el mismo que lastimeramente quisieran darnos ciertos menores de edad: la orilla, el rincón. Y por tanto ya tengo mi plan de trabajo y de lecturas hasta los 80. Tal vez siga escribiendo estas crónicas, acabe de componer mis memorias profesionales y lea recuerdos de alpinistas, para averiguar cómo se clava la bandera en la cima. Y a partir de esa edad, ya veremos qué me piden mis editores del periódico o de las emisoras donde todavía trabajo, hoy jóvenes y que para entonces no lo serán tanto, y quizá me pregunten qué se siente siendo viejo.
Y yo les diré que la vejez es un oficio oscuro, compuesto de mitos y de prejuicios, y que hay que interpretarla como un manual esotérico, cabalístico, y luego cualquier cosa que se diga es como volver a pasar las mismas páginas desde el principio de esa semana que compone el Génesis, y comienzas con el sol del primer día, luego verás todo lo demás, jornada a jornada, incluidas la luna, las estrellas y los árboles y los animales acuáticos y aéreos, reptiles y cuadrúpedos, hasta llegar al hombre, y enseguida la mujer, y el séptimo día corresponderá al feriado: el descanso. Así, tan rápidamente se va la vida, pero, según me aseveró un teólogo, la mujer seguirá turbando tu lado izquierdo y tu cintura de varón hasta dos días después de muerto.