Qué tozudez… El tiempo se agota y sigo buscando de por vida aquellos «sonidos del silencio» que, en voz de Simon and Garfunkel, marcaron mi adolescencia con un lirismo provocador. No me rindo. Intento todavía descubrir «gente hablando sin conversar, gente oyendo sin escuchar», como describía surrealistamente el inolvidable dúo nortemericano.
No sé cómo estos frágiles oídos han soportado la alevosía ruidosa de la modernidad y el desatino hiperdecibélico sin riendas, con las progresivas tecnologías de las amplificaciones.
En 58 años de maratónicas audiencias, estos pobres tímpanos han tenido que pagar muy caro el leve placer de soñar por la oreja, como el lúcido colega Joaquín Borges Triana. ¿Cuántos claxons despiadados habré resistido por cada rompiente de olas en la costa? ¿Cuántas explosiones, golpes secos y eructos de motores por el susurro apenas de la brisa, o el efímero canto de las aves? ¡Qué de sirenas y taladros perturbando la sinfonía del follaje moviéndose! Y ahora, tanta violencia sincopada con vocablos sucios, ensordeciendo Las Estaciones de Vivaldi o cualquier otro prodigio de la melodía, mientras mi guitarra llora suavemente, con Lennon y Mc Cartney.
El silencio se ha convertido en un privilegio. Un raro tesoro casi inalcanzable. Y a fuerza de máquinas, engranajes, artilugios tecnológicos y vómitos sonoros, la gente ruge cada vez más; y malgasta el poder y el encanto de las palabras, esos prismas multicolores que refractan con belleza el sentir y el pensar.
Por momentos, reparo en que, en medio de tanta cháchara desenfrenada y facundia fortuita, con las que al parecer quisiéramos huir de la voz interior que nos urge consultar, me he convertido también en un incontinente verbal. Y lo lamento. Cuánto silencio desaprovechamos para viajar por el alma y preguntarnos y respondernos en la soledad del monólogo.
Por eso admiro a esos seres como Enrique Milanés, un gran periodista de Cuba de escueta charla y fecundos mutismos, que allá en la belleza somnolienta de la ciudad de Camagüey, macera las palabras muy interiormente, hasta que brotan hechizadas en sus crónicas, aunque él apenas responda con tímidos monosílabos.
Tal es la herida auditiva del hombre moderno, que proliferan hoy las sanaciones y terapias del silencio, a ver si la gente desencaja las crispaciones y se voltea hacia sí misma, para descubrirse y conocerse mejor. A ver si, en el retiro y la penumbra de voces, piensa y siente más, que es al final la paz interior y el mejoramiento humano.
Así como he descubierto las delicias de lo no dicho, quizá mañana sucumba a la cantinela incesante de la oralidad, y me deje provocar por la percusión de las conversaciones interminables y díscolas. Solo confío en que, en algún instante de lucidez, vuelva a mí mismo, a hablarme con los sonidos del silencio que me tientan desde una adolescencia lejana, con Simon and Garfunkel.