Los más optimistas afirman que los ciudadanos no salen a votar en los Estados Unidos porque están confiados en que su sistema funciona bien y automáticamente y, por lo tanto, no hay que acudir a las urnas para defenderlo. Los más pesimistas afirman lo contrario, que no votan porque nada cambiaría si lo hacen, por lo tanto no hay que molestarse en hacer el viaje hasta el recinto electoral.
De solo pensar que no tenemos otra alternativa que emprender un trámite, a cualquiera se le pone la piel de gallina. Inevitablemente contrariados, acompasamos la cabeza y los latidos del pulso se aceleran. Porque no es para menos la tamaña empresa por delante, entre desplazamientos, vericuetos, desorientaciones, desencuentros, frecuentes maltratos y, sobre todo, el despilfarro de tiempo de nuestras vidas, y de dineros del bolsillo.
Un sabio del siglo V, Agustín de Hipona, tomó un día una decisión tajante en su vida: partió de Cartago a Roma. El ilustre profesor de retórica narraba en sus Confesiones que la razón para ello era «que los jóvenes de Roma eran más sosegados en las clases, merced a la rigurosa disciplina a que estaban sujetos, y según la cual no les era lícito entrar a menudo y turbulentamente en las aulas de los maestros que no eran los suyos, ni siquiera entrar en ellas sin su permiso».
En Cuba conviven realidades que duelen y preocupan con otras que asombran y aleccionan. Cuando accedemos a las expresiones de ambas no podemos menos que advertir la contradicción. Vivimos en un país capaz de levantar obras y vidas del primer mundo, a la vez que se empantana en expresiones del tercero.
Hay creadores signados por el perfeccionismo, que se sumergen en la obra como piedra en el estanque —directo al fondo—, sin más obsesiones que el buen curso y desenlace de la faena a la cual apuestan tiempo, corazón y sueños.
Aunque seis meses casi nos distancian del próximo año nuevo, me parece que es hora de quemar el muñeco feo y derrengado que, antes, por lo general, incinerábamos el 31 de diciembre como símbolo del «año viejo». Más allá del folclor, de la diversión, se podría haber percibido en las llamas y el humo del trapo y la paja el olor de la sabiduría del pueblo: ¡Quémate, año viejo, piérdete en el espacio para que no seas angustia, ni remordimiento, ni rencor!
Como las peleas callejeras, de las que la voz popular reza: «se sabe cómo empiezan, pero no cómo terminan», la guerra en Libia puede volverse uno de esos caminos de un solo sentido. Y las potencias europeas que se lanzaron al ring no parecen haberlo calculado.
«Vamos a cambiar Haití. Vamos a rehacer este país». Así comenzó su discurso de investidura hace solo algunas semanas el flamante presidente haitiano, Michel Martelly, quien, tras largas disputas electorales, acusaciones de fraude, violencia y no pocas muertes, recibió la banda presidencial haitiana de manos del ahora ex mandatario René Preval.
Bendita la tecnología que, gracias a Internet, esa inabarcable enciclopedia de sabiduría, frivolidades y también de algunas tonterías, nos permite acceder en segundos a innumerables fuentes, para conocer o confirmar sobre cualquier aspecto en el dominio del saber, desde averiguar cómo está el precio del aguacate en el mercado internacional hasta el último descubrimiento de la ciencia.
El título, proverbio griego inscripto en el templo del dios Apolo, en la isla de Delfos, me lo «sugieren» varios lectores con sus acertados criterios sobre un comentario anterior: Racismo, xenofobia… y «cero waka-waka» (3 de mayo).