Un sabio del siglo V, Agustín de Hipona, tomó un día una decisión tajante en su vida: partió de Cartago a Roma. El ilustre profesor de retórica narraba en sus Confesiones que la razón para ello era «que los jóvenes de Roma eran más sosegados en las clases, merced a la rigurosa disciplina a que estaban sujetos, y según la cual no les era lícito entrar a menudo y turbulentamente en las aulas de los maestros que no eran los suyos, ni siquiera entrar en ellas sin su permiso».
Era, decía, justo lo contrario de lo que sucedía en Cartago, donde los muchachos entraban a la clase «en tropel» y «trastornaban el orden», a saber, que hacían ruido, interrumpían, molestaban al maestro con preguntas tontas para «lucirse» —si ya existían las ligas, tal vez hasta tiraban tacos—, en fin, una vil pachanga.
Leo a Agustín, atormentado por sus discípulos, y sonrío recordando mi adolescencia, cuando no era el «santo» que hoy soy, y más de una vez mi madre debió ir a la escuela para que el profesor de Química —el «Quique»—, al que algunos tratábamos de «jugarle cabeza», pero que se las sabía todas, le echara un responso sobre mi poco interés por las cuestiones que tanto habían entretenido al ruso Mendeleiev.
Definitivamente, nosotros, los de entonces, somos los mismos. No, no estoy desmintiendo al poeta. Sucede que, de verdad, el ser humano es el mismo en todas las épocas, y los jóvenes —esa categoría de la que poco a poco y sin mucha alharaca me voy despidiendo— pues también, y fueron tan intranquilos en la Roma clásica como lo son en La Habana de los «emos», los «mikis» y los etcétera.
Por cierto, para terminar el cuento de Agustín: el buen profesor, que había salido echando un pie de Cartago, se dio cuenta de que también los romanos «cojeaban de una pata»: si aquellos alborotaban, estos se hacían los morosos a la hora de pagar, y se ponían de acuerdo entre todos para abandonar la clase y dejar al profesor colgado de la brocha. De un lado del Mediterráneo o del otro, estaban cortados por la misma tijera.
Claro, que en una sociedad donde la diversión era ir al circo a ver a los gladiadores despanzurrándose, las normas morales no tenían muy alto el listón. Había reglas, sí, pero que lo más normal de la vida fuera ver correr la sangre mientras uno se comía unas rositas de maíz —o de otro cereal, que todavía no se había descubierto el Nuevo Mundo—, nos informa que, en cuanto a conductas humanas, no todo tiempo pasado fue mejor.
Los periodistas del siglo XXIII, si es que la profesión llega allá —de hecho, si llega allá el planeta—, también podrán solazarse en contemplar imágenes de ciertos jovenzuelos que en el XXI —cuando se difundía un primitivo aparatito llamado «teléfono celular» y algunos lo mostraban como signo de categoría social— se holgaban de llevar una vetusta pieza llamada «calzoncillo» con el elástico casi a la altura de los pulmones, para que se viera bien la marca, y les extrañarán que otros se pasearan con el torso descubierto por avenidas bien lejanas a las playas (anotarán además la palabra «playa», buscarán su significado y se asombrarán al saber que en las costas, antes que esos restos de aluminio con la inscripción «Bucanero», ¡había arenas blancas!).
También leerán en diarios amarillos, horadados por polillas ya cibernéticas, noticias del Festival de Reguetón «Johann Sebastian Bach in Memoriam»; escucharán un disco de aquella sugerente melodía, y se preguntarán por qué raro influjo de la Nebulosa de Andrómeda se produjo una pausa en el desarrollo de la música, y por qué tantos la asimilaron gustosamente…
Y se darán cuenta nuestros colegas del futuro —esos cuyos tatarabuelos aún no han nacido— de que dondequiera y en cualquier tiempo hubo muchachones traviesos. Y que unos maduraron, sí, y la conciencia les echó frutos, pero que otros, aunque les salieron canas, siguieron interrumpiéndole la clase al bueno de Agustín…