Hay creadores signados por el perfeccionismo, que se sumergen en la obra como piedra en el estanque —directo al fondo—, sin más obsesiones que el buen curso y desenlace de la faena a la cual apuestan tiempo, corazón y sueños.
Así es el cubano Alfonso Menéndez, cuyo regalo más reciente para quienes disfrutan el mundo de los musicales —Cats— estuvo él alistando durante meses hasta sentir que podía mostrarlo al público en el Anfiteatro del Centro Histórico de la Oficina del Historiador.
Alfonso adora, habita y trabaja en ese escenario que con sus asientos de piedra replica a los más antiguos de la humanidad. Arma propuestas como si fueran a ser degustadas por el público más exigente del planeta. Hace un arte sin trampas ni artilugios, a golpe de movimientos naturales y cristalinos. Por eso él conforma, con todo su equipo, un oasis en medio de las urgencias, quebraduras y mediocridades que la vida cotidiana suele tendernos.
En temporadas anteriores este amigo ha ofrecido musicales como El fantasma de la ópera (2006), El jorobado de Notre Dame (2008), La Bella y la bestia (2009), La vuelta al musical en setenta minutos (2011) (este último, mezcla de historias y personajes clásicos, especialmente adorados por niños y jóvenes). Y ahora tocó el turno a Cats, donde se cuenta de un conjunto de gatos que solo una vez al año se reúnen en el barrio para esperar a su líder, el anciano Gatusalén, quien decide cuál será el elegido que pasará a una vida nueva en el Edén Sideral de la Felinósfera.
Se trata de una recreación, en Cuba, de la obra original de Andrew Lloyd Webber, barón de Sydmonton, nacido en Londres en 1948, cuyas creaciones han sido muy exitosas, coronadas por importantes premios, y aplaudidas por millones de personas en cines y en los más sonados teatros de este mundo.
Lo interesante que descubre el espectador de Cats en el Anfiteatro, es la similitud entre la dimensión gatuna y nuestra especie. Es ese el mensaje precioso que sugiere la obra: hay tantos hilos de vida y personalidades como estrellas en el cielo; hay una diversidad infinita, imposible de embridar en esquemas y prejuicios estériles. Es un abanico que se asume o se ignora; cuyo desconocimiento, por cierto, no hará menos real ese rico espectro.
Tocados por la frescura de una noche lamida por el salitre, y sumergidos en una música hecha con ganas y rigor, los espectadores de Cats descubren una banda de gatos exquisitamente sincronizados a pesar de su variedad. Los pelajes, las colas de múltiples colores (el diseño de vestuario es maravilloso), nos presentan no solo al personaje líder, sino también al protector, a la glamorosa, al testarudo, al pillo, a la traviesa, al tímido, a la sensible, al misterioso, al orgulloso, o a la despistada.
Se da así la posibilidad de mirar oblicuamente al mundo humano —mucho más difícil, matizado y complejo que cualquier otro—; y se puede llegar a sentir fina punzada de nostalgia mientras la gata Grizabella, ya de regreso en su suerte de viajera sensitiva, canta Memory y confiesa: «Siento cómo el brillo de luna/ Ilumina el recuerdo/ De mis días de ayer…».
Cualquier sábado o domingo a las nueve de la noche, si no llueve, podremos ir al encuentro de los felinos, esos que se esmerarán porque saben que los humanos les estamos auscultando con una tibia curiosidad que al final conduce hacia nosotros mismos.
Así será hasta diciembre, cuando reposen las luces del escenario y Alfonso se afane en bordar otra presentación que no querrá darse la mano con la chapucería, ni con las lamentaciones del «no hay», sino que nacerá colgada de la mismísima Luna, sin miedo a las alturas de las exigencias. Todo para que podamos seguir entrando al oasis de lo hermoso y lo bien hecho.