El Congreso de Estados Unidos está de mal en peor. De entrada, la opinión pública nacional tiene de él una pésima percepción. En cada una de las encuestas que se hacen en el territorio nacional, el nivel de aprobación sobre la labor del mismo anda por los pisos. Si mal andan los candidatos a la presidencia, muchísimo peor están los congresistas.
Londres.— No me alcanzarían nuestras dos páginas «olímpicas» para reflejar todas las historias posibles, aquellas vividas en primera persona, o las otras que nos llegan de segunda mano.
Los números siempre son acusados de fríos, aunque nos pongan la cabeza caliente. Claro que no lo dicen todo, pero es mucho lo que revelan. Sobre todo cuando se les mira bajo la compleja y sensitiva lupa existencial de una nación y de su gente.
En diálogo muy provechoso, un sociólogo cubano de gran prestigio me recordaba que hay que ver las cosas en su integralidad, como realmente existen. Eso, decía, no es fácil, porque a todos nos cuesta trabajo ver los procesos en su dinámica más abarcadora.
LONDRES.— Es casi imposible pasar por desinformado en esta ciudad. A quien primero uno se topa en la mismísima entrada del metro es al chico que, sonrisa en los labios y saludo de rigor mediante, te entrega el periódico.
Hay lectores muy fieles que recordarán la crónica dedicada a mi tía Evelina, buenísima mujer que dejó de escuchar la voz del sentido común y se despojó de toda preocupación material por seguir los impulsos de su alma romántica.
En un debate reciente alguien defendía con determinación las «maravillosas posibilidades» diagnósticas y terapéuticas que se ofertan en el hospital de cierto país capitalista.
Miedo. Tienen miedo. Parecían blindadas esas instalaciones de las que depende una buena parte del servicio eléctrico en Japón. Sin embargo, el accidente nuclear en la central de Fukushina hizo añicos el mito de la seguridad. Ahora los japoneses no creen que esa sea la solución energética y cada vez más exigen un cambio de modelo a las autoridades.
Londres.— Los destellos de luz natural en cada salida del metro londinense son como puñetazos a los ojos para quienes no estamos acostumbrados a andar tanto tiempo bajo tierra. Tal vez por eso apenas me percaté de su presencia cuando emergía a la superficie desde la estación de Westminster. Pero alcé la vista y ahí estaba el Big Ben, con su inmensidad aplastante cuando se le mira a menos de diez metros de distancia.
He escuchado más de una vez esta aclaración: «No existen malas palabras, sino palabras mal dichas». Y en sentido general coincido. Hay ocasiones en que la expresión que merece un hecho o situación, no puede ser otra que aquello que denominamos una «mala palabra».