La muerte de nuestro múltiple campeón de boxeo Teófilo Stevenson, ha tomado para mí matices dramáticos.
Cuentan que lo mejor que puede hacer alguien sitiado es tratar de crear algún tipo de maniobra desviacionista para escapar. Crear algún tipo de ruido por otro lugar, que distraiga a los sitiadores, es la mejor opción que tiene el sitiado para poder huir. Es más o menos igual que tratar de descalificar al oponente en cualquier tipo de debate público en que uno se vea medio perdido.
Así como las hormigas de un artista ascendían por las fachadas del teatro Fausto durante la Oncena Bienal de La Habana —en una propuesta cuyo título recuerda otras creaciones («Casa tomada»)—, percibo que suben por las columnas de nuestras virtudes ciertas sombras, por lo general ruidosas, que parecieran poder apagar toda valía cultivada aquí en cuestiones de conducta humana.
En el país hay numerosos «Lindoros», como ese caricaturesco personaje televisivo que, parado frente al espejo de su egoísmo, piensa solo para sí. Aunque también existe otro síndrome en el reverso.
Guerrero y soñador, así se define Ramón. Y cuando este hombrón de 1,90 de estatura despierta, incluso a pesar de los barrotes que le impiden el paso, el regreso, el abrazo con los suyos, seguramente sonríe. Ramón es un hombre grande, y no solo por esa altura que impresiona y por la que hay que mirar al cielo para hablarle. Ramón Labañino se escuda de la injusticia a fuerza de pura nobleza.
Muchos deben reconocer ese nombre —de procedencia árabe—, en la voz de uno de los locutores de la emisora cubana Radio Reloj. Ibrahim Aput Eybaiter, con 82 años de vida, aún marcha junto al tiempo.
Coincidí hace unos días con un gran amigo. Sus brazos cobijaban a la hermosa nieta, plena de salud y vigor, quien correspondía al cariño que solo son capaces de ganarse los abuelos. Sé —por como son mi amigo y su familia— que la grácil criatura habita un universo no enturbiado por el adictivo humo del tabaco. Solo hay que mirar detenidamente a la pequeña para corroborarlo.
El título de este artículo no quiere decir lo que de sopetón uno presume: que en el país no hay leyes. Existen. Pero me parece que está lastimado el concepto de la legalidad. Porque un número impreciso de nuestros conciudadanos acatan las leyes, pero no las cumplen, de modo que actúan como si acarrearan agua en una canasta.
Recientemente, en la sala de espera de la consulta de un médico en Miami, una señora de mediana edad se explayaba en insultos contra Cuba, ensartando, en tono medio solariego, sandeces y mentiras contra sus compatriotas de la Isla.
Mientras un niño deja de ser niño antes de tiempo, brincando su edad pistola en mano —chamuscada la candidez por haber crecido en la selva del día a día—, en otro lugar del mundo Carlos juega a ser hombre; pero su ardid está rociado siempre de inocencia y de conquistas por la novia imaginaria.