La Ciudad de los Tinajones atesora, en lo más profundo del baúl de sus recuerdos, pintorescas anécdotas que, con el transcurso del tiempo, se convirtieron en leyendas que forman parte obligada de su identidad.
Por estos días, cuando el calendario dio la bienvenida al 24 de junio, se festejaron en esta extensa llanura los carnavales, el San Juan camagüeyano, y junto al acontecimiento cultural y de rencuentro con genuinas costumbres, un atractivo mito carnavalesco, muy local, ganó terreno en mi imaginación.
Disfruté la atmósfera conguera, comparsera —aunque no tan colorida ni tan atractiva por estos días— junto a Alex, el nuevo bebé-sobrino de la familia, y evoqué además la tradición, porque esta añosa festividad reveló a un criollo-principeño rebelde, luchador, enérgico, animoso, ingenioso…
Casi 200 años de existencia desentierran al lejano San Juan de 1817, en el que uno de sus moradores, disfrazado de mamarracho y haciendo uso de sus mejores galas jaraneras, gritó, a voz en cuello, a la mismísima doña Josefa Jáuregui, esposa del intendente de Ejército y Hacienda, don José de Vildósola y Gardoqui, una de esas «injurias» carnavalescas ante las señoras de la alta sociedad.
La distinguida dama no perdonó tamaña ofensa, menos si el responsable era un «tizna’o envuelto en yagua». Pero ¿a quién culpar, si muchos en el pueblo andaban bajo el esperpéntico disfraz?
La reacción del marido ofendido tampoco se hizo esperar. El agraviado, en busca de justicia, logró que el mismísimo capitán general, don Juan Ruiz de Apodaca, suspendiera totalmente el festín sanjuanero; prohibición que se extendió, y sumó adeptos, durante 18 años ininterrumpidos.
La disputa entre el pueblo y la clase pudiente fue tomando calor y, como leña al fuego, desencadenó un capítulo que ni el más avezado oficial presentiría, porque los anhelados agasajos populares nunca pudieron ser reprimidos en esta Comarca de Pastores y Sombreros.
Algunos criollos decidieron luchar a través de las leyes, pero los intentos por restablecer la tradición fueron abortados, uno tras otro, por casi dos décadas. Incluso hasta el propio capitán general Miguel Tacón apoyó la prohibición 17 años después.
Mientras, la mayoría de los principeños se las ingeniaron, en lo que el asunto legal se zanjaba, con un medio que burló la supresión, mientras duró la censura.
La inventiva criolla echó mano a sábanas, manteles, cortinas, lienzos y cuanto trapo fuera fácil de ser quitado del cuerpo y ocultado a la velocidad de un rayo, y eternizó la guasa y el desenfado sanjuanero a través de la creación de un nuevo disfraz, conocido como los ensabanados del San Juan.
La original vestimenta se arraigó con tal fuerza en el pueblo que no hubo ley que pudiera reprimirla, y así los ensabanados permanecieron irremediablemente en la otrora Villa por más de cien años.
Incluso hoy, quizá sin conocer su historia de reyerta y supervivencia, de vez en vez se ve desfilar durante los carnavales a fieles seguidores, ocultos bajo una sábana teñida de negro, imitando al mamarracho gritón y tizna’o.
La rebeldía y optimismo de los principeños tomó un rumbo que las autoridades del país no imaginaron jamás, porque la derogación de aquella imperativa medida correspondió a la mismísima reina María Cristina, quien puso punto final a las prohibiciones de los carnavales de la urbe agramontina en septiembre de 1835. El San Juan había regresado para quedarse. Y ¿quién se atrevería a rebatir lo dispuesto por su Majestad?