Londres.— No me alcanzarían nuestras dos páginas «olímpicas» para reflejar todas las historias posibles, aquellas vividas en primera persona, o las otras que nos llegan de segunda mano.
Aun cuando el Comité Olímpico Internacional (COI) se ha inclinado en los últimos años a luchar contra el gigantismo de los Juegos, cada una de estas citas cuatrienales es un verdadero monstruo que devora cualquier capacidad humana. Siempre se queda algo por ver o por contar.
En mi caso, estoy completamente seguro de que regresaré con el casillero de deudas en números rojos. Y aunque aún faltan varios días para saldarlas, comienzo a conformarme desde ahora con algunos sucesos que atesoraré por el resto de mi vida.
Entre ellas estará siempre la gloriosa tarde en que el tirador holguinero Leuris Pupo desafió todos los pronósticos, y a tiro limpio nos regaló la primera medalla de oro de la delegación cubana.
Gracias a su puntería, me arrepiento menos de estar ausente cuando la judoca Idalys Ortiz se instaló en el podio. Pero la vi combatir como una «fiera» en la fase clasificatoria.
Sin embargo, añoro tener el don de la ubicuidad. O al menos el de la buena suerte para obtener una de las pocas invitaciones distribuidas a la prensa y ver de cerca al nuevo Dream Team estadounidense de baloncesto, o sentarme en Wimbledon a disfrutar de la final del tenis.
De haberlo sabido antes, me hubiese gustado ver al jinete canadiense Ian Millar convertirse en el único humano que ha incursionado en diez ediciones de los Juegos, aunque pudieron ser 11 si su país no hubiera renunciado a participar en la edición de Moscú 1980.
Ahora que comenzó el atletismo, esta lista pudiera extenderse hasta el infinito. Afortunadamente, llegué a la conclusión de que ser partícipe de estos Juegos ya me hace ser una pequeña parte de su historia.