Hay lectores muy fieles que recordarán la crónica dedicada a mi tía Evelina, buenísima mujer que dejó de escuchar la voz del sentido común y se despojó de toda preocupación material por seguir los impulsos de su alma romántica.
Lo que diré ahora resulta inverosímil, pero juro que hace unos días cierto amigo me encontró caminando por calles del Cerro habanero, detuvo en seco su automóvil y retrocedió unos metros para decirme: «no me preguntes, no sabría responder, pero siento que por estas esquinas vivía Evelina…». Me dejó enterrada en el asombro, y a solo metros del solar donde la tía desgranó sus días últimos.
Algo todavía más extraño sucedió con un señor muy riguroso, que me fue presentado, de quien no hubiera puesto en duda su sensibilidad, pero de quien tampoco —por la vertical disciplina, responsabilidad y coraje demostrados a lo largo de su vida— hubiera esperado lo que me dijo tan natural y dulcemente: «Por ahí tengo guardada su historia de la tía Evelina…».
La palabra, los misterios que la envuelven, las maravillas perdidas en el tiempo que esa palabra puede rescatar, me estremecen a menudo, sobre todo cuando advierto la necesidad que de ella tengo para contar historias reales, para reverenciar seres que son la viva encarnación de algún promontorio del espíritu.
Quiero, entonces, contar a los lectores fieles que mi tía Evelina tenía un hermano llamado Gilberto. Ambos lo eran a su vez de mi abuela materna, y paraban mucho en la casona del Cerro habanero: la primera, ya sabemos, como el personaje de Un tranvía llamado deseo, asida a su fantasía de maquillajes y collares, porque de seguro la realidad era demasiado fea ante sus ojos; y él, todo un monumento a la lidia con la soledad, hombre al que ninguna suspicacia impertinente sacó de sus trece, ni de su condición de caballero solitario.
Llego hasta aquí para vindicar al tío Gilberto… y a la soledad. Jugaba él con las niñas de la casa a los yaquis, lanzaba como nadie la pelota, y era insuperable en esperar atento mientras la esfera descendía hasta las pequeñas piezas dispersas por el suelo.
Gilberto hacía de todo en casa de la abuela: gustaba de limpiar ventanas, ordenaba lo insospechado. Pero en lo que brilló fue en su arte de acompañar a las niñas del hogar a cualquier sitio. Mi madre y mis tías lo recuerdan porque eran llevadas por él al zoológico y a otros parques. Y yo lo evoco por su destreza en un juego de yaquis.
De vez en cuando, al calor que desprendían las hornillas de la gran cocina, las saetas de la suspicacia pretendían hacer blanco en Gilberto: alguien se atrevía a preguntar por qué vivía solo a la altura de sus más de 60 años, o por qué no había tenido hijos.
Mi abuela retomaba entonces una historia mil veces contada: había tenido él muchas aventuras con mujeres, se había dado días y noches de goces y expediciones sin desenlaces hogareños. Había escogido (o la vida lo obligó a escoger) la soledad, o una suerte de compañía diferente: la de sus sobrinas.
Desde la inocencia y los estereotipos de la infancia me resultaba difícil pensar que mi tío fuera una criatura normal. También yo sospechaba que le faltaba algo, como si no hubiera llegado a hacerse del todo. La vida, sin embargo, me demuestra que fui injusta, porque también la soledad —si no se ha encontrado a alguien que nos merezca y merezcamos— es un camino, porque incluso puede que la soledad entrañe más coraje que el hacerse acompañar.
Quiero por eso recordar a mi tío, quien terminó sus días en un escenario similar al de su hermana Evelina, también por romántico, y por ser celador implacable de sus costumbres íntimas. Quiero, si no reverenciar, al menos pedir respeto para los sueños de todo solitario, para quien prefirió sentir algo de compañía y familia en otros predios, o para quien no tuvo la suerte de encontrar el eco cercano.
A fin de cuentas, la compañía o la soledad son una incógnita. Algunos se van solos sin que la alharaca humana que tuvieron alrededor lo advierta; otros, tienen la suerte del tío Gilberto: dejó este mundo con su frente coronada por el beso de una de sus sobrinas fieles. A veces, además de recordarlo, me pregunto: ¿En verdad estuvo tan solo?