Uno se pasa el tiempo llenando planillas, condensando la compleja existencia en unos cuantos escaques, en ciertas respuestas que muchas veces solo admiten un sí o un no. Uno se reduce a estampar requisitos aceptables para ingresar en una organización, recibir un servicio o matricular en cuanta oportunidad le dé la vida. Hasta para candidato a un premio o condecoración, y propuesto por otros, le conminan a llenar la planilla, a hacer su currículo y autobiografía elogiosos, en un lamentable alarde de inmodestia.
Allá por los ‘80 del pasado siglo, estuve una breve temporada en Nueva York. Iba a participar en un festival de teatro latino, experimental y alternativo, al que concurrían hispanos residentes en Estados Unidos: puertorriqueños, guatemaltecos y colombianos, entre otros. Vivíamos en el ya muy periclitado Greenwich Village, otrora centro de la bohemia ciudad. Representábamos a los pobres de la tierra y nuestro almuerzo se limitaba a un plato de «habichuelas» rojas, según el decir de los dominicanos. Entre los organizadores del encuentro había un argentino orgulloso de su idioma y decidido a no aprender una palabra de inglés. Era nuestro cicerone en una ciudad en la que constantemente perdía la orientación. Sin inmutarse, ante cada tropiezo se dirigía en castellano a algún paseante, e indefectiblemente recibía la respuesta adecuada. Asombrados, le preguntamos cómo adivinaba que sus interlocutores hablaban nuestra lengua. «Cuando vean a algunas personas conversando en una esquina pueden dar por descontado que son latinos».
Conocida es mi insuficiencia para acometer un buceo, aunque sea somero, en lo más oscuro del carácter nacional. Sin embargo, sucumbo a la propuesta. Y parto aceptando que en la complicada trama de fibras y nervios de la psicología social del cubano, parecen mezclarse, como síntomas de los mismos defectos, reacciones diversas. Don Fernando Ortiz, en uno de sus trabajos juveniles —Ensayos de psicología tropical— que por ello no disminuyen su valor, habla de la intolerancia del cubano a la crítica, y por extensión la intolerancia a tolerar, o a debatir.
En algún sitio del estado de Aguascalientes, en el centro-norte de México, un caballo llamado Carisino debe extrañar las manos que tanto lo cuidaron, las del joven que como prueba de amor lleva tatuado el rostro del animal en el pecho, justo al lado del corazón.
En cada punto de esta nación habitamos miles de jóvenes a quienes nos late el corazón cuando nos dicen cubanos. Muchos disfrutamos con la misma pasión la prosa de Martí y el último serial. Es común vernos aferrados a un Guevara dibujado en la camiseta o tatuado en la piel, vibrar en un concierto o llevar la bandera de tantas glorias a la cima del Turquino. Somos alegres, a la moda, cálidos como el clima, inconformes, rebeldes, antiimperialistas y apasionados, tal como lo fueron otros en su tiempo. Compartimos con ellos el vital impulso del amor por Cuba.
Voy a estampar unas líneas sobre lo que todos, sin excepción, cuestionan en la tribuna de la calle, infalible en su razonamiento porque resume el sentir de las mayorías. Entonces, sin más preámbulos, al grano, ni de los frijoles o el maíz, que están por las nubes, sino sobre cómo se venden los productos en la red minorista.
Conservo este recuerdo de la infancia: una casa larga, de aquellas con los cuartos corridos, cuatro, uno a continuación del otro. Es posible atravesarlos a través de las puertas que los comunican, pero también utilizando el patio. Y yo estoy parado a la entrada de ese patio y observo lo que sucede en el fondo. Es domingo y hay un grupo de mujeres reunidas; todas mulatas y negras, conversan mientras pasan el peine caliente al cabello de una de ellas. A cada una le tocará turno luego.
El año ido y este recién estrenado tienen sobre sí la gravitación de la unidad como premisa insoslayable para seguir llevando a cuestas nuestro destino insular. Las noticias no esperadas por su magnitud y que con emoción recibimos el pasado 17 de diciembre, todo el ánimo que se ha movido en torno a los sucesos de una nueva etapa, todas las palabras dichas —entre las que no puedo obviar las pronunciadas por Eusebio Leal Spengler, este 24 de febrero— nos han hecho pensar mucho en ese valor, la unidad, sin la cual los cubanos jamás pudimos ganar batalla alguna.
Tal vez, aunque ya hubo letras por miles y hasta una película describiendo el hecho, todavía necesitemos retrospectivas más profundas, que nos afiancen en el alma lo acontecido aquel marzo de corojos rotos.
Rendimos homenaje a los periodistas bajo la advocación de Patria. Semejante referente define por sí mismo el vínculo inseparable entre periodismo y cultura. Elevar las masas constituía para José Martí un modo efectivo de librarlas del apetito de los chacales. Lúcido como siempre, percibió que la prensa se integraba a lo que hoy llamamos macrosistema de la cultura. Para bien o para mal, difunde ideas y promueve valores. Así pudo hacerlo, aún subrepticiamente para eludir la censura del poder colonial español, en la etapa formadora de nuestra nacionalidad. Raudales de tinta se han gastado en establecer fronteras entre literatura y periodismo. Sin emprender un largo recorrido histórico, los ejemplos de Carpentier y García Márquez son ilustrativos. Para ambos, la diferencia se definía en términos de función y ritmo. La novela requiere un complejo proceso de gestación. La prensa exige respuesta inmediata, al calor de los hechos. En las redacciones de otrora, los periodistas acudían a veces poco antes del cierre. En antiguas máquinas de escribir, utilizando apenas dos dedos estampaban algunas cuartillas que pasaban de inmediato al linotipista.